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Paz en la guerra; guerra en la paz: aquella olvidada armonía cósmica

Actualizado: 29 sept 2021

“Heráclito censura al poeta que dice «que cese la discordia tanto entre dioses como entre hombres»; pues entonces no habría armonía, si no existieran lo agudo y lo grave”.[1] ¿Cómo sentir paz si no se está primero en guerra? Y una vez en paz, ¿se debe dejar de lado para siempre la guerra? A veces, cuando me pregunto qué es guerra, cierro los ojos por un momento, respiro profundamente y suspiro lentamente; pongo atención, siento entrar el aire que llena mis pulmones y lo siento escapar después. Una vez concluido esto, abro mis ojos nuevamente y pienso: «Guerra es eso: vivir muriendo, morir viviendo».


¿Es que acaso la guerra se reduce a los enfrentamientos físicos inútiles, vacuos y sin sentido que funcionan como referentes inmediatos de la palabra? Pero no me malentienda, estimado lector; no digo que las luchas bélicas que se han llevado a cabo a lo largo de la historia de la humanidad han resultado todas inútiles. Han cambiado algunas cosas, eso es cierto; pero resultan inútiles y vacuas cuando el legado que dejan, los ideales por los que se luchó, son olvidados; sin sentido porque cuando lo olvidamos, podemos preguntarnos: ¿ qué sentido tiene si al final hemos vuelto al punto donde comenzamos, sólo que de una nueva manera? «Que se acabe la guerra», se hace escuchar en muchas cabezas. No lo sé. Que se acaben esas guerras banales que responden a intereses de unos cuantos; que se acaben las guerras desatadas por ideas caprichosas que no soportan el hecho de que debajo de ellas subyace siempre la posibilidad que contradice lo que piensan; que se acaben las guerras desatadas por violencia sin sentido, por el acto necio de no dejar ser a lo otro lo que es. Sí, que se acaben esas guerras. Pero ¿la guerra?


El fin de la guerra resultaría, en todo caso, el fin de todo. El sol que ilumina y la sombra que pugna contra él; los átomos que se componen de una tríada en la que dos contrarios combaten a cada instante, mediados por un neutral; esta vida que vivimos sabiendo de antemano que vamos a morir y que de hecho estamos muriendo a cada instante; ese diálogo que puede sostenerse con alguien cuando verdaderamente hay amistad. ¡Caray! ¡El amor! ¡Ese amor que se contrapone al odio y que, sin embargo, es lo que es gracias a que existe eso otro que se le resiste! Ese amor que nos embelesa porque en la similitud se encuentra una diferencia radical y porque en lo diferente nos encontramos a nosotros mismos. ¿La guerra realmente ha de acabar?


Contraria a ella, según creemos, se encuentra la paz: ese orden, ese estar tranquilos, esa serenidad, lo idílico, lo que se haya lejos de todo problema. Me pregunto cómo podría haber paz sin guerra. Es decir, ¿cómo podríamos saber que estamos en paz si no pudiésemos distinguir por otro lado lo que es la guerra? Pero esto nos lleva a decir también que sin paz no hay guerra. ¿Por qué? Porque la guerra se muestra, precisamente, allí donde la paz ha sido quebrantada. Sin paz no hay guerra; sin guerra no hay paz. Paz y guerra; esa paz que es guerra; esa guerra que es paz: esa armonía de la que pende el universo entero.


Llevada a una consecuencia particular, podríamos entonces formular: somos guerra y somos paz. Y así es cosa necesaria que emprendamos el camino hacia aquella vinculación ancestral que, en tanto que cósmica, nos atraviesa también a nosotros. Somos, en efecto, seres cósmicos. Kosmos era «orden» para los griegos, pero kosmos, como lo muestra el fragmento de Heráclito recordado al inicio de estas líneas, es unión de opuestos, vinculación de diferencias; pero no, a la manera de Hegel, por ejemplo, para llegar a un momento absoluto en el que se ha subsumido la una en la otra, sino para dejarse ser la una a la otra en su radical contraposición sin intentar modificarse, simplemente siendo ambas lo que son. La guerra en un sentido radical (es decir, en su raíz) es, pues, armonía, como la armonía de una melodía musical, que por momentos crece y resulta supernova, y por momentos se enfría y se apaga un poco.


Un ejemplo esclarecedor sería la Sinfonía No. 5 en C menor de Beethoven. Esa pasión, ese fuego, el ímpetu y la fuerza con las que abre y las olas amables que le siguen inmediatamente sólo para momentos después volver a alzarse con envergadura titánica, seguida de vuelo florido y tranquilo que desemboca en un campo de descanso en el que irrumpen truenos que rasgan el cielo una vez más. La melodía de Beethoven es, pues, guerra en tanto que armonía de guerra y paz, duelo, danza para dos. Schelling caracterizaba el arte, precisamente, como pugna entre necesidad y libertad. ¿Será que en el arte se halla la potencia de recordar esa armonía que tantas veces solemos olvidar?


Es que esa armonía no debiera ser pensada como algo abstracto, algo que se encuentra escondido quién sabe en qué lugar de un más allá. Al contrario: esa armonía, de hecho, se encuentra en nosotros mismos, y cuando la alcanzamos por instantes alcanzamos lo que somos. Cuando pese al temor nos atrevemos con valentía; cuando aprendemos a reír también en medio del llanto; cuando por difícil que resulte decidimos empuñar nuestra libertad con la frente en alto. Es en esos momentos en los que nuestros problemas y nuestras esperanzas comulgan, cuando nos hallamos entre los vicios y las virtudes, cuando abrazamos nuestras estrellas y nuestras imperfecciones, cuando realmente se nos hace patente lo que la guerra es: ella es también paz. ¿Acaso no nos sentimos plenos en esos momentos en los que pareciera que todo ha alcanzado por fin un equilibrio? ¿Acaso no sentimos paz cuando por momentos la tensión existencial logra convertirse en armonía vital? Necesidad y libertad, odio y amor, bien y mal, luz y oscuridad, cada una dejando ser a la otra para poder ser ella misma lo que es, como si se tratase de un proceso de simbiosis metafísico que, precisamente por eso, habita también en nuestro corazón.


En otras palabras, creo, la guerra es el acto de dejar ser a lo otro para poder ser uno mismo, guerra que así logra convertirse en paz. Esa es la guerra como armonía, no como violencia, no como fractura, no como quebrantamiento, no como mera pugna. Esa es la guerra natural que hallamos cuando respiramos y exhalamos, cuando reímos y lloramos, cuando despertamos y dormimos. Es la vida, la existencia, la realidad misma, pues, la que nos hace patente la paz en la guerra, la guerra en la paz: aquella olvidada armonía cósmica.


Bibliografía

AA. VV., Los filósofos presocráticos. Obras I. Trad. Conrado Eggers Lan, et. al., Madrid: Gredos, 2015.


Notas [1] Heráclito, fragmento 22 A 22.

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