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¿Más ficción que realidad?: nuestra obsesión por contarnos historias

Resulta sorprendente cómo las historias tienen la capacidad de tocarnos profundamente a todos, ya sean exageradas, inventadas o hasta robadas de otras personas. Cada uno de nosotros carga en su alforja mental un cúmulo de relatos escuchados (por parte de conocidos o extraños) que nos han marcado de por vida, que se niegan a perderse en la niebla de la memoria; y muchas de esas veces ni siquiera sabemos bien el por qué.


En un inicio, me propuse explicar aquí la larguísima evolución de la necesidad humana por dejar plasmados sus grandes momentos, sus triunfos inimaginables o testimonios de haber presenciado algo divino. Pensé que sería importante conocer el cómo hemos encontrado nuevas formas de trasladar lo que se agita en nuestra mente, hacia algo más tangible.


De esta manera, comenzaríamos con los primeros dibujos rupestres en cuevas, por parte de nuestros ancestros Homo sapiens —cuando aún viajaban como nómadas, hace más de 45.000 años—; luego hablaríamos sobre el origen de la escritura cuneiforme en Mesopotamia (por el año 3,000 a. C), lo que literalmente marcó el fin de la Prehistoria y dio arranque a la Historia contemporánea.  Después tendríamos que abordar la cuestión de las primeras representaciones teatrales que tuvieron origen en la Antigua Grecia, por ahí del año 220 a. C. Y finalmente, tras algunos saltos en el tiempo —donde la música, la pintura, la arquitectura y demás tipos de arte han tenido un papel fundamental dentro de la narrativa humana—, hablaríamos largo y tendido sobre el nacimiento del cine en 1895, de la mano de los hermanos Lumière en Francia.


Sin embargo, tras darme cuenta de que sería poco amena esta revisión histórica (tomando en cuenta que en internet hay métodos más llamativos), ahora considero más interesante hacer una breve reflexión sobre la importancia de las historias en nuestra vida cotidiana, y el cómo nos hemos esforzado cada vez más por refinar nuevas técnicas narrativas.


Los neurocientíficos y psicólogos siguen analizando por qué nos gusta contar y escuchar historias, sin importar la edad que tengamos. Y parece ser que nuestro cerebro está programado biológicamente para disfrutar de cualquier relato, ya que influyen directamente en nuestras emociones y reviven momentos del pasado. El transporte narrativo (como lo llaman algunos expertos) es el que nos permite viajar imaginativamente por el tiempo, recrear ese preciso momento en que sucede la historia, involucrarnos con el personaje principal, y entender por qué actuó de determinada manera. Entonces una narración nos genera una conexión, una identificación que nos hace sentir a flor de piel los conflictos o proezas de aquellos que vivieron para contarlas (o inventarlas).


De allí que resulten tan adictivas y, por lo tanto, que constantemente busquemos sentir con mayor intensidad la ficción que nos ofrecen; pues como ya vimos un poco antes, en algún punto histórico la transmisión oral de nuestras leyendas no nos resultó suficiente. Hoy por hoy, una gran parte de los amantes de las historias está de acuerdo en que la mejor forma de disfrutarlas es a través del Cine, no solo porque su realización en si misma resulta complejamente atractiva, sino porque nos entrega en bandeja de plata obras que involucran sentidos tan deliciosos como la vista —donde apreciamos mezclas de colores, composiciones, gestos fasciales, contrastes—, y también el oído —a donde nos llegan explosiones, risas, o melodías que nos transportan a diferentes épocas o lugares—. Lo que convierte al cine en el supuesto medio narrativo definitivo.


Por otro lado, hay un sector diferente —lamentablemente en disminución—, que prefiere dejar de lado las visiones impuestas por los directores y se embarca en experiencias más íntimas, a través de los libros. En este formato el lector puede darse rienda suelta e imaginar a los personajes (humanos o no) con el aspecto que quiera, darles la voz que considere adecuada y hasta hacerlos reaccionar de formas que no vienen señaladas en la tinta. El tipo de textura, olor, sonido y atmosfera de aquel mundo ficticio planteado por el escritor, se vuelve propiedad del lector, que lo personaliza tanto hasta volverlo solo suyo.


Existen otros cuantos que prefieren vivir la experiencia de ir a los grandes teatros y ver a sus actores favoritos a escasos metros; donde cada noche las interpretaciones parecen distintas, y los errores de interpretación deben ser repuestos al instante con improvisaciones que mantengan intacto el delgado hilo de ficción que se ha construido. En el teatro todo es posible y a veces se siente tan bien cocinado, tan genuino y pasional, que al final de la función uno no puede evitar ponerse de pie, ante el dramaturgo que se le ha ocurrido semejante obra, y dotarlo de una larga sesión de aplausos.


En cambio, girando el cuello hacia lo más actual, hay quienes ni siquiera gustan de ver películas, leer o ir al teatro. Para estas personas, las historias desde hace tiempo ya dieron un paso inevitable en su evolución, y deben disfrutarse a través de un control de videojuegos. Así es, hay una nueva corriente que estipula que el siguiente paso de la ficción va de la mano con las consolas de video, donde el jugador puede controlar a su antojo cada movimiento del personaje principal e ir devolviendo la historia a su propio ritmo. No hay maneras fijas de completar un arco evolutivo, sino que cada uno la va armando por sí mismo y con el nivel de dificultad que considere adecuado a sus capacidades motrices.


Para los gamers, las historias se controlan, no solo se observan desde una butaca o se leen en sus cabezas. Cada vez son más los expertos, dentro del mundo artístico, que se muestran de acuerdo con la idea de que más pronto que tarde “el videojuego” adquirirá el apreciado estatus de “bella arte”, convirtiéndose así en la octava diciplina artística definitiva, superando incluso al cine; pues reuniría para sus propias creaciones a las siete formas anteriores. Aunque que para esto todavía faltan algunos lustros, y sin duda será un reconocimiento cuestionado por el medio.


Incluso hay defensores de la novicia realidad virtual, argumentando que es el siguiente escalón de las experiencias narrativas. Literalmente esta tecnología te permite vivir en primera persona, y en tiempo real, las complejidades del protagonista (aunque sea con gafas especiales). Se han hecho experimentos bastante curiosos con esto, y nadie puede negar que son divertidos —casi todos son videojuegos—, pero por desgracia su enfoque no está en contar nuevas historias, o en innovar la forma en que se transmiten emociones.


Como podemos ver, tenemos a la mano un amplio catálogo para consumir historias variadas —y eso que dejamos de lado la fotografía, la música, las artes plásticas y otras formas de expresión—, así que solo nos queda preguntarnos el por qué las hay, por qué tenemos esta enorme necesidad de contarnos a nosotros mismos tantas historias como podamos, y el por qué no nos detenemos en la búsqueda de lograr narrarlas lo más disfrutable para los sentidos.


Puede que la realidad misma —aquella que tenemos que afrontar cada mañana—, resulte tan agobiante o monótona que inconscientemente nos vemos obligados a buscar “otras vidas”, personajes con problemas o dilemas tan lejanos a nosotros (aunque lo suficientemente humanos como para entenderlos) que nos hagan olvidar por un tiempo de nuestras preocupaciones, y en su lugar nos inyecten el sentimiento de que hemos conocido otros lugares, encontrado nuevas personalidades o explorado diferentes sentimientos.


Desparecemos mentalmente por dos horas cuando entramos a una sala de cine y nos abandonamos a la merced de una historia que rebasa, por mucho, cualquier aspecto de nuestra vida, que nos deslumbra a través fotogramas sorprendentes… y con palomitas incluidas. Olvidamos nuestro propio nombre cuando la lectura de un libro supera el ritmo habitual y nos sumergimos en un mundo de alta fantasía que solo podríamos ver “realmente” con algún poderoso alucinógeno. Y sentimos al corazón estrujarse, hasta la última gota, cuando vemos a nuestro personaje favorito ser apuñalado en la espalda, por parte de su amante que le juró amor dos actos atrás.


Las historias llenan un vacío en nosotros, tal vez un vacío enorme que viene desde la genética; pero aquello no importa, ese hueco nos motiva a bucear en las profundidades de las leyendas y culturas, en la mitología que rodea nuestra descendencia y el lugar donde crecimos. Nos contamos historias para no dejar morir en la memoria del mundo nuestras soñadas hazañas, para volver inmortal el paso de la humanidad entre las montañas y el extenso mar. Transmitimos de generación en generación lo que hemos escuchado y nos atormenta, pero también aquello que tiene la capacidad de ponernos alegres, reflexivos, y en algunos casos hasta revolucionarios.


Las historias existen para tratar de enseñarnos quiénes somos, de dónde venimos y hacia dónde nos dirigimos. Invertimos días, meses y hasta años de nuestra efímera existencia a la filmación de una película bélica, a la escritura de una novela negra o a la composición de una canción desgarradora; y lo mejor es que respetamos el proceso, lo idolatramos, pues en toda obra que creamos dejamos una pequeña porción de nuestra alma, siempre con la esperanza de que se convierta en el parteaguas de la vida de alguien más.


La ficción fluye a la par de nuestra sangre, y mientras sigan latentes la curiosidad innata, la creatividad espontánea y las ganas infinitas de crear algo ajeno a nosotros —que haya logrado plasmar una forma única de ver el mundo—, las historias también seguirán vivas, creando ecos rupestres en la eterna cueva de la humanidad.

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