Un negro penetrante oscurecía la noche mientras una lluvia ligera, casi imperceptible, refrescaba el ambiente. Los nulos rastros de luz provenían de los focos de las casas y competían con las chispas que salen del transformador lleno de diablitos.
La noche tenía algo de enigmático, una celebración sin festejo y cada explosión eléctrica eran los cohetones saliendo al cielo. Lo único que se pudo sacar de cierto en esta misteriosa madrugada, de jueves a viernes, fueron los múltiples disparos que sacaron de este plano a Tomás Quintero. El asesinato no pasó desapercibido, formó parte de la farándula de los pobres y de la colección hemerográfica dedicada sólo a Tierra Caliente.
Tomás Quintero, informaba la nota roja, había dejado viuda a su señora de 24 años y huérfanos de padre a dos niños pequeños. El joven señor, de 27 años, no había soportado 4 tiros de bala y un corte de arma punzo cortante realizado en su área abdominal, que iba de las costillas a punto de tocar la pelvis. Se estipula que murió a las dos horas de recibir los mortales ataques, aunque no se sabe con exactitud ya que la ambulancia llegó bien entrada la tarde del viernes.
Se entrevistó a varios invasores para poder estipular el motivo de tan salvaje ataque, aunque muchos prefirieron no dar cuenta de nada. Los reporteros, ante tal actitud, prefirieron especular. Escribieron que no era otra cosa más que un asalto que se salió de control. Aunque uno de ellos, el del periódico más amarillista y manchado en sangre, propuso que era posible que la muerte violenta era resultado de los problemas que venía acarreando la colonia ilegal desde hacía bastante tiempo; se desechó la propuesta al comprobar el consumo elevado de alcohol en la víctima y todo terminó siendo un pleito entre borrachos.
El caso sigue impune, nunca se encontró un culpable (¿acaso se intentó encontrar alguno?) y pasó a formar parte de los cientos de archivos muertos de la policía.
Aunque efectivamente no es posible desechar la versión de que Quintero estaba embriagado hasta las naguas, y encerrado en el Dollar d´Oro aquel fatídico día, no fue ese el error mortal que lo llevaría a la muerte, como no lo fue un asalto ni un pleito cualquiera. Lo que lo llevó a la tumba fue su lengua, comenzar a hablar de más sobre una cuestión espinosa: la colonia y la regularización; no sólo eso, sino también sobre el hombre que lo estaba llevando a cabo. Sin embargo, su error se volvió más grave porque a quienes les decía todas estas cosas era a los seguidores de Don Lalo y a su íntimo, Trinidad.
De hecho, Tomás no era contrario a Lalo ni mucho menos. Lo había apoyado y defendido cuando se requirió. Pero este día el alcohol le tocó una fibra extraña y lo hizo hablar de más desde la penumbra de sus ideas, cosas que tal vez jamás pensó y, si era el caso, se lo guardó para sí mismo hasta ese momento.
La hora de su llegada es incierta, pero se podría calcular para las 10 y algo de la noche. Entró tambaleándose, con las botas de trabajo llenas de lodo y la chamarra de mezclilla mal abotonada. Con el primer pie dentro comenzó a mentarle la madre a su mujer, con quien se encontraba hace unos instantes. Quesque como era posible que no pudiera empinarse unos pinches tragos en su casa, valiendo madre.
Y, por supuesto, no debió haber ningún problema. Ese día le pagaron la finalización de un trabajo de albañilería y quería darse el gustito. Lo que no le gustó para nada a su mujer es que aún no le diera el gasto y comenzara a pegarle como otras tantas veces. En medio de una conversación subida de tono, ella tomó una cacerola y lo amenazó para que se largara de la casa y se llevara su dinero. Ya vería ella qué hacer con sus hijos. Y él, como otras ocasiones, pensó en perderse una semanita y descansar. Pero no contaba con que esta vez le tocaría ser eterno.
Con la respiración medio agitada y los ojos desorbitados, sacó un cigarrillo de la camisa y comenzó a exhalar humo mientras buscaba a sus cuates. No tardó mucho (aunque en su mente el instante se volvió eterno) en recordar que de estar los encontraría al fondo.
Empujaba borrachos y mesas, sin pena ni gloria, cuando encontró a sus compadres. El primer punto de que todo saldría mal fue que ni siquiera saludó, sólo les tiró el humo en la cara salpicando saliva y restos de agua de lluvia que estaban en sus bigotes.
-¿Quiúbole pinches maricones?, ¿qué están tomando? Yo les invito otro tanto- Y alzaba las manos al cielo- ¡A ver acá, otras! ¡Ah, caray! ¿Cuántos somos? Uno, dos, conmigo somos seis, ¡a ver acá!, ¡tráeme seis caguamas, de lo que sea!-
-¡No digas pendejadas! ¡Que todas sean victorias! – respondió Trinidad, tronando los dedos.
Pero el chasquido se perdía entre el golpeteo de la lluvia sobre las láminas, entre las risas y el acordeón de Ramón Ayala.
Tomás puso cara estúpida al ver que los demás hombres no le prestaban atención, ya que, inmediatamente, regresaron a la plática que les había interrumpido el borracho.
-¿Entonces ya te dijo Lalo qué se necesita mañana?, ¿pa’ qué somos buenos?- preguntaba un hombre sin patillas y una verruga en la nariz, tan negra como la noche.
-¡Buenos pa´ ni madres! Pero, ¿qué se le va a hacer?- respondía Trino al mismo tiempo que reía y ponía cara seria- Me ha dicho poco, todavía lo veré mañana al cabrón. Es importante, nos necesita a nosotros cinco con él para mantener la calma por si algo pasa. Va a ser necesario revisar a todos los compañeros para que ninguno traiga armas, como la vez anterior que casi nos pasa una pendejada-
-¡Pen…de…jada!- balbuceaba Tomás, el hombre ahogado en alcohol que fumaba un cigarrillo por el filtro.
Todos le dieron una mirada rápida y lo dejaron pasar como lo que era, una chingadera sin importancia y continuaron con sus asuntos.
-Pero, ¿se va a tratar de algo importante o cómo está la cosa? – preguntaba un señor con bigotes anchos y espesos, como una enredadera.
-Pues es algo y ya, ¡se acabó! ¡Debemos obedecer, no sean maricones!, ¿acaso no hemos recibido más apoyo de Lalo? – respondía Trinidad.
-Apppoyyyo…! – chocaban todas las letras en la boca del borracho, compitiendo para ver quién salía primero: si ellas o el humo del tabaco.
-¡Es importante cabrones! ¡Mañana no podemos estar crudos como este wey que está a mi lado! – decía Trino mientras que con su mano derecha tomaba el pelo de Quintero y le agitaba la cabeza.
Quién sabe qué efecto extraño tuvo la sacudida, la cual provocó una reacción en cadena en la cabeza de Tomás. Como la sal de uvas que tomaría Trinidad al día siguiente pensando en su amigo muerto. Cada pensamiento era una burbuja en la cabeza del borracho, que estallaba haciéndole palpitar el cerebro.
Los ojos de Quintero se inyectaron de sangre y esto erosionó todo efecto moral de lo que estaba a punto de decir. Como si otra cosa poseyera su lengua, pero era él, sólo él y mismamente él, quien tenía esos pensamientos atorados en el cerebro y los dejó salir, como si de una erupción o un eructo se tratara.
-¿Apoyyyo? ¡Mis huevos! ¡Puras chingaderas con ese viejo hijo de su madre! ¡Si yo, escuchen bola de pendejos! – se golpeaba el pectoral izquierdo con el índice derecho, con tanta fuerza que su voz temblaba- ¡Sí yo tengo terreno es porque llegué desde el primer día! ¡Yo peliiiie con los policías, me rompieron este pinche brazo! ¡¿Apoyyyyo?! ¡¡Mis huevos!! – hacía ademanes con las manos, las agitaba en el aire, se las colocaba a la altura de los testículos- Ya quiero ver a ese viejo puto aguantar un fuetazo como me los daba mi apá, para que sepa lo que es peliar por algo en su vida y no sólo hablar bonito. ¡Nos va a pedir más dinero, yo ya me lo chingué todo! ¡¡Que me corra, a ver si puede!! –
Los demás pusieron sólo cara estúpida al no entender de dónde venía todo aquel sermón. Sólo le pidieron tranquila y amablemente que se callara, no querían armar alboroto, no todavía.
-¡Quítennnme las manos de encima, bola de pendejos borregos- rebuznaba Tomás, poseído por sí mismo.
Y tomaba otro trago para humedecer el gañote, los demás bebían para tranquilizarse mientras se lanzaban miradas entre ellos. Entendían que eso era peligroso, que los demás de la cantina habían escuchado y no se podía tolerar. Bebían aguantando los puños apretados, pensaban cómo callar a ese traidor, a ese malnacido que dentro de poco sería un bien muerto. Y seguían bebiendo, trataban de pensar, miraban a Trinidad como esperando una respuesta. Pero él se empinaba la caguama, su mente no quería procesar lo que acababa de oír. ¿Por qué lo pendejeaba el hombre que había llegado el mismo día que él, con quien compartió cartón y lámina de asbesto para cubrirse, con quien se había compartido el pan y otras tantas cosas? Sólo podría beber, sólo quería adormecer el orgullo herido.
Pasaban los minutos y Tomás no cerraba el hocico, seguía profiriendo insultos. Retaba a los demás y entre más trataban de calmarlo más bronco se ponía. Mientras empeoraba la situación todos bebían tratando de calmar los nervios. Hasta que Quintero soltó un puñetazo al aire, nadie supo bien qué hacer y Trinidad les guiñó un ojo abrazando al ebrio para sacarlo del bar.
Él dio ese guiño de forma inocente, tratando de explicar que todo acabaría con una plática y, quizá, uno que otro chingadazo. Ya tenía el discurso en mente, comenzaría con un “ya bájale cabrón, testás comportando como un chamaco” y le soltaría unos sapes. Ya estaba listo y afuera de la cantina, preparado para los golpes que iba a recibir de regreso. Pero sin esperarlo, quizá uno o tres pasos fuera, el aire frío le dio en la cara y le subió la borrachera. No podía sostenerse por sí mismo, necesitaba sujetarse de una pared de tabique.
Esta borrachera repentina, traicionera, como si las ocho caguamas y tequilas le hubieran hecho una emboscada, lo dejaba ahí tambaleándose. Como si regresara a tener 12 años y tomara su primer trago después de un día de trabajo en la milpa. O como se sintió cuando le dio la primera calada a un delicado sin filtro.
Le temblaban las piernas, no recordaba bien qué quería decir y su mirada perdida se proyectó al cielo, no entendía que pasaba alrededor. Escucha los gritos lejanos de un hombre al que sus amigos golpean a traición. Pero él, Trinidad, un hombre de 35 años llegado de un pueblo perdido en Michoacán, contempla el cielo.
La lluvia había cesado y de ella sólo quedaban charcos de lodo, donde se le ensuciaban las botas de trabajo. Miraba las estrellas, visibles por la falta de un intenso manto eléctrico en el lugar. No entendía, su cabeza era incapaz de procesar, ¿cómo era posible mirar las mismas estrellas que en su rancho?, ¿no estaba alejado de él por cientos de kilómetros?
Lo único que pudo traerlo de vuelta a este mundo, a la realidad pura y concreta, fue el golpe seco de una navaja contra las costillas de Tomás. Mejor dicho, el grito inconfundible de un hombre que acaba de ser atravesado por un fierro para darle muerte. Sólo entonces comprendió, había sido impotente ante la situación y todo se le había salido de las manos.
Y es que los demás, quienes salieron después de unos minutos, entendieron ese guiño como un “yo me encargo, yo le doy en su madre”. Pero lo que vieron fue otra cosa muy distinta. Quintero mentando madres y Trino contra una pared, pensaron que Tomás había golpeado al Goliath de Tierra Caliente. Que su puño se había vuelto una piedra maciza capaz de dejar al pistolas en aquel estado deplorable, ahora tenían que vengarlo. ¡Y qué venganza!
Tomás Quintero, cuyo único crimen fue hablar de más, estaba ahora en el piso. Sangra por todos lados y trata de sostener los intestinos dentro del cuerpo. Sus últimos jadeos sólo pueden recoger lodo del duelo y así muere.
A lo lejos, como si fuera un espectáculo extraño y ajeno a este hecho, venían las notas de el corrido de Lucio Vázquez. Pero aquí no voló ningún pavorreal, sólo se juntaron ratas alrededor
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