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Foto del escritorIván Skariote

Capítulo 4. Manual para amansar animales broncos


Es un día de calor moderado, las gotas de sudor resbalan por su arrugado cuello y solo detiene su tarea de acomodar mercancía para secarse con un paliacate viejo. Pero también se detiene ante las chillonas peticiones de la clientela:

- ¿Quihubolas, pinche Urbano? Aviéntame dos cocas, al rato te las pago- Decía cualquier señor, en cualquier momento del día.

- Asu, ¿ni un por favor, ni nada? –

-Ya carnal, tira el paro. Al rato que me paguen te lo paso-

Y la petición quedaba silenciada por el paso constante de camiones y coches por la gran calle principal, recién re–asfaltada.

La abarrotera tendrá cosa de 18 años que abrió sus puertas y continúa despachando cuartos de jamón y chiles en vinagre. Desde aquellos momentos en que estaba toda construida de laminas y los cables estaban pelados para alcanzar electricidad. Abarrotes Mi pequeño bronco, era el inicio del sueño por el cual Urbano había luchado.

Desde aquel mostrador improvisado con tablas hasta ahora que tiene su flamante vitrina, rebanadora y bascula eléctrica, Urbano ha sacado adelante a su familia. Y por estos dones que Dios le concibió, todas las mañanas se persigna ante la cruz y la Virgen María, figuras inseparables de la pared inmediata de donde atiende a la clientela.

Con el pasar de los años, con el conteo constante de los días, el acto de atender lo había convertido en un ser mecánico, rebajado a la docilidad de un animal amaestrado. El pequeño bronco parecía haber sido domado, respondía con fría amabilidad a las preguntas de tiene tal, cuánto cuesta tanto; o a las frases de gente necia indecisa: sabe qué, mejor no. Deme siempre sí el otro refresco; cómo que no tiene; pinche viejo, todo lo da bien caro. A lo que respondía sólo con una sonrisa y un suspiro apagado de cansancio. Solo sacaba las garras cuando sentía amenazadas las ventas y con un ¡A chingar a su madre! corría a borrachos, aprovechados y malhoras, que asustaban a la clientela.

Aunque algunos no lo crean, el acto de despachar también contiene algo de remembranza. Ya cuando Urbano, espectador anónimo de lo que sucedía, pensaba en alguna señora que no había venido a parecerse a su mostrador desde hace ya un buen rato, piensa en cómo estará, si se habrá caído o sólo ya no quiere salir. O esa ocasión en que vinieron los trabajadores de la delegación para re–asfaltar, Urbano recordó los viejos tiempos en que por primera vez vio pasar una de esas bestias mecánicas cargadas con brea, después de tanta comisión de vecinos enviada a la delegación para conseguirlo. Todo es ocasión de recordar, hasta ver las manos callosas de los jóvenes que antes, cuando eran aún tiernas casi verdes, pedían dulces y ahora gastan lo ganado en cerveza y cigarrillos.

Pero nada tan conmocionador como aquel comentario que escuchó hace unos días, de manera imprevista, por la platica de dos señoras.

- Oye Ignacia, ¿recuerdas a Lalo - preguntaba una voz, con tono precavido.

- ¿A poco sigue vivo ese cabrón? – respondía una voz enérgica y molesta, con tono de sorpresa.

- Justo de eso te quiero hablar, ya se murió. Hará cosa de una semana–

- ¡Qué bueno que se murió ese pinche perro! Hasta con razón el aire se siente más liviano, ¿qué le pasó, cómo se murió ese cabrón? - respondía con satisfacción y una sonrisa en los labios.

- ¡Nada! Se murió de viejo y en su cama –

- ¡No digas chingaderas Marta! Ese hijo de la chingada, si lo tuviera aquí, con mis dos manos Marta, ¡con estas dos lo ahorcaba! – decía la voz mientras, de reojo Urbano veía, que sus manos apretaban la débil resistencia del aire.

Desde ese día Urbano no pudo desprenderse de sí aquella conversación, como si la señora lo hubiera ahorcado a él y con sus dos manos, transformadas en duras tenazas, le hubiera arrancado algo del cerebro. Ese algo de carácter fundamental, un cacho encargado de olvidar, de disolver, de digerir lo que los años habían enterrado entre escombros y construido sobre ello casas de dos pisos, edificios, calles, avenidas gigantes y lo habían acorralado todo entre la urbanización de una ciudad que no perdona.

Ahora todos los sufrimientos y vergüenzas, sufridas a causa de un señor del que no recordaba el rostro, salían a flote y lo acosaban hasta el cansancio. Porque sólo a él, de alguna forma, en su puesto de testigo silencioso, le tocó observar el paso de los años desde un mismo lugar. El lugar donde el pequeño bronco se amansó, cuando tierra caliente se enfrió a golpe de culatazos y porrazos de granaderos. Desde que aquella junta saliera mal, aunque aún ahora no entendía el por qué, ya que todos daban una u otra versión y él no pudo ir por andar despachando. Sólo sabía que hubo disparos, golpes y un herido grave casi muerto, el señor trino. Pero, no quiso indagar más, ¿para qué?

Sólo una cosa había quedado clara, no se hicieron bien las gestiones para regularizar los predios, Eduardo se chingó el dinero, los engaño a todos.

Con esa idea en la cabeza, metida de nuevo como a golpe de taladro, Urbano intentaba dormir. Pero cualquier chirrido lo hacia levantarse, el más leve golpe en una ventana, que su esposa o alguno de sus hijos se levantara a lo que fuera, él daba un brinco de la cama y repetía maquinalmente “Sí compañero, aquí estoy en mi cacho” como aquellos años en que se debía cuidar con uñas y dientes los terrenos, porque al primer aviso de la guardia nocturna de que alguien no estaba en su cuchitril se lo daban a alguien más, a otro más jodido que lo necesitara y porque los terrenos para quien los cuide en serio.

Tampoco le fueron ajenas esas historias en que señoras acostadas en catres guardaban cuchillos debajo de la almohada o, medio dormían con ellos en las manos, para correr a cualquier invasor de su invasión a la voz de te vas o te rajo, pinche maricón.

Durante las mañanas, a la hora de levantar la cortina, sentía el cuerpo maltrecho. Pero no por el sueño ligero provocado a causa de la ansiedad, no. El cansancio que experimentaba sólo era comparable al de esas madrugadas, en las que tirando esquina, ayudaba a los compañeros a pasar material para construir sus casas. Ya que la policía, desde el disturbio de la junta, había cavado zanjas alrededor del terreno para que no pasara ni saliera nada. Ayudaba a cargar tabique, lamina de asbesto, varillas, todo lo necesario a luz de linterna. Y corrían cuando escuchaban algún balazo al aire, ya de un policía o de algún borracho. Después, se tiraban todos al suelo y desde ahí se arrastraban a sus chozas, para no llamar la atención ni levantar nubes de tierra.

Y ahora, en estos días amargos, cualquier detonación le hace recordar el olor de la pólvora y el de carne quemada, ve sangre que brota de un balazo inexistente. Piensa en arrancarse las mangas de la camisa y hacer un torniquete, para presionar el miembro de un compañero que no está aquí con él. Ya no sabe cómo reflexionar en que la única herida que hay cerca, es la que tiene en la memoria y en lo vivido de esos días, esos días extraños que lo condicionaron a este entrenamiento.

Después de enterarse de la muerte de Eduardo, se persigna con mayor devoción ante la Virgen. Sólo ella, madre de Cristo e interceptora de los pecadores, sabe porqué no les demolieron las chozas con la maquinaria (en esos días espantosos, siempre estaba con la misma oración en los labios y pedía que los dejaran estar ahí: …Madre, por tus dolores, no nos niegues el favor). Sólo ella entendería, si es que una figura puede, como es que de todo ese montonal de basura en el que se quedaron tras los disturbios pudieron organizar un comité vecinal, ya sin personalismo sólo trabajo conjunto, para poder sacarlos de la fregadera en que los había dejado ese carbón. – Gracias Madre – y besaba sus piececitos de yeso.

Pero nada de eso le daba consuelo, mirar hacia atrás con la luz del presente sólo le hacia ver más oscuro el pasado. Todo lo sufrido tomaba colores horripilantes y le obligaba a mantenerse quieto, para retirarse lentamente.

Hasta que un día se encontró con la señora Ignacia y le preguntó de Eduardo, qué donde estaba enterrado.

Preparo todo para ir al panteón civil de Iztapalapa y aunque no entendía el por qué quería ir, sabía que estaría más tranquilo después de ver esa tumba en su lugar. Tener certeza de que todo aquello era real, de que estaba un cuerpo seis metros bajo tierra y que sólo los gusanos ahora le hacían compañía.

Ahí estaba, con todo el sol a no más poder sobre su cabeza, con los zapatos llenos de tierra y el sudor resbalando sobre sus pobladas cejas. Contemplaba con mirada imbécil y quieto la lápida de mármol que con letra dorada anuncia: Aquí descansan los restos mortales de Eduardo Rodríguez/Amado esposo y padre/1940–1998.

Con las manos temblorosas hizo un par de puños, que de tan apretados que estaban hasta crujían. Las lágrimas de rabia asomaban en cada esquina de sus ojos. Con la boca a punto de enchuecarse de un coraje, comenzó el rudo espectáculo de un viejo pateando y maldiciendo una tumba. No fue hasta que los cuidadores del camposanto lo tomaron de los brazos y le obligaron a que se fuera, a punta de palazos, que Urbano empezó a desandar el cerro, pero no sin antes escupir un gargajo verde y enorme a la tumba.

Sólo así logró calmar aquellos pensamientos que le atormentaban; aunque, en un punto perdido de su mente, en un rincón arrumbado, sabía que no toda la culpa era de Lalo y que había más de lo que él ignoraba, de lo que ya no trató de averiguar más, ¿cómo pueden ser culpa de un solo hombre todas nuestras desgracias?

Con el pie hinchado de tanta patada y acalorado, no está en la menor disposición de caminar a casa. Espera un poco a que pase el microbús ruta 14 que lo lleve a Canal de Chalco, allá a aquella colonia que no es más Tierra Caliente porque ya tiene otro nombre, ¿qué más da cómo se llame ahora?

Porque tal vez sólo los viejos como Urbano recuerdan esos salvajes años.

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