En nombre de quienes lavan ropa ajena
(y expulsan de la blancura la mugre ajena).
[…]
Yo acuso a la propiedad privada de privarnos de todo.
Dalton.
Doña Ignacia llegó aquí desde el comienzo, algo así como al principio de los tiempos, cuando alguien designó que ese terreno sería una nueva colonia.
Entusiasmada no dudó ni un instante y quiso colocar sobre la tierra sus manos, escarbar con su uñas y ayudar con todas sus fuerzas a transformar este cacho de mundo en algo nuevo. En esa especie de prehistoria de Tierra Caliente estaba comenzado su nueva vida.
Ahora está aquí sentada tomando un respiro, acaba de terminar de lavar la ropa ajena en el lavadero de concreto y antes de eso le dio el desayuno a su señor y a los chamacos. Es una mañana productiva. Se limpia el sudor de la frente con un paliacate viejo y mira a la nada como pensando, ¿qué cosas podría pensar? quizá sólo en cómo ganarse el pan.
Porque los momentos en los que no está ahí encadenada a los niños ni clavada al yugo del lavadero y separada al fin del albañil borracho de su marido, que lo único que sabe hacer es construir casas y hacer niños (ninguna de ambas tan bien, ni siquiera mantenerlas), Doña Ignacia estaba sujeta al trabajo de ayudante en una cocina económica. Uno de los pocos lugares que alimenta los músculos cansados y los estómagos vacíos de los obreros, cuyas esposas trabajan en otros ámbitos (ya sea de costureras, de chachas, vendedoras ambulantes, entre otras cosas).
No tiene nombre como tal, sólo era la cocina, así la refieren los hombres al momento de sentir el vacío en las entrañas y un dolor punzante en las panzas, “vámonos a tragar a la cocina, ya jalamos mucho como burros”.
Entre las casitas todavía a medio construir, la cocina era una de las poco más arregladas. Ya tenía muros de ladrillo y las paredes recubiertas de yeso pintado de un rosa mexicano intenso, lo que le da al lugar un aire de ser muy coqueto.
La comida se prepara en una esquina con un gran fogón recubierto de adobe y una plancha metálica por arriba que funciona a la vez de comal. En él se colocan las ollas de barro o de peltre azul y verde, se cocina todo con carbón o trozos de madera. Esa esquina es un ahumadero, las paredes se han venido ennegreciendo con el paso de los días y el rosa mexicano estridente ha dado paso a un negro hollín, muy a pesar de los intentos de darle salida al humo por un tubo de concreto que hace de chimenea.
La comida que se sirve es muy variada, ya sean las costillas de cerdo con verdolagas y en salsa verde, el guiso de habas con nopales y sus hojas de cilantro, un buen caldo de res con su cebolla picada o unas enchiladas de salsa roja para los más crudos, todo era riquísimo. Pero lo más apreciado eran los frijoles, que de tan baratos que eran se servían hasta para reventar. Guisados con su cebolla y su epazote, servidos con un cacho misero de queso panela.
Esta mujer sudorosa y cansada piensa en todo esto, en el calor sofocante del fuego y meneo constante de las ollas de guiso y esa cacerola de arroz a la que debe estar muy pendiente, porque sólo a ella le queda esponjoso. Piensa en tener que apurar a los chamacos más grandes para salir a la escuela y en llevarse a los más escuincles con ella, cuidando que no se quemen las manos o no coman más de lo debido.
Es ya casi la hora de partir pero se ha penetrado tanto en sus ideas que ahora estaba como ida, tiene la mirada perdida en algún punto entre ella y el lavadero gris. Asemeja a un cazador que incrédulo le ha dado al animal silvestre y no entiende cómo es que se va, así anda Doña Ignacia cazando ideas.
-Mamacita, ya mero hay que irnos-
-Sí, sí, sí, arréglense par de cabrones. Y ayuden a los otros- Dice titubeante porque la han sacado de su trance.
Se para y lava el sudor de su cara con agua verde de la pileta. Mira con tristeza el delantal con el que se seca las mano, ya tan viejo y roído. Va al cuarto familiar y busca el más nuevo que tiene, uno color azul con estampado florido y dos bolsitas con tocados bordados con hilo rosa. Se mira por última vez en un espejo roto, el que utiliza su señor para la rasurada de cada mañana. Da un suspiro profundo al no reconocerse desde un rinconcito hundido en su alma y toma fuerzas.
Camina entre las calles de tierra tratando de no lastimarse los pies enhuarachados con las piedras, esta técnica la aprendió muy bien en su pueblo de Erongarícuaro. Trae a los dos chamacos agarrados de su delantal y los apresura como si arriara borregos:
-Apúrense condenados, que ya se nos hace tarde pa´ llegar. A ver de dónde comen hoy si no alcanzan algo mientras cocino-
Son apenas las doce del día y el sol está en su punto más alto, no hay sombra por la cual caminar y no lamentaba mucho la situación porque los tres ya estaban tostados de hace tiempo, nunca les alcanzo para las cremas corporales. Doblan por la calle del panadero y en la esquina siguiente está la cocina. Ahí llega Ignacia tratando de no arrastrar las cansadas piernas, pero una nueva fuerza le cae de repente.
En lo alto del techo está amarrada una vieja casetera con estéreo que funciona a pilas, de sus bocinas a punto de tronar salen las melodías de tropicalísima 1350 y al ritmo de todas esas canciones encuentra a sus comadres bailando entre ellas. Esto más que un trabajo parece una fiesta, las señoras han abandonado por un rato el abismo de sus hogares y por unas horas estarán acompañadas sólo por ellas y sus mocosos. Hasta la llegada de los siguientes verdugos que pidan a groserías la comida y con látigo en mano las tortillas.
Aquí se reúnen cuatro señoras: Doña María con 38 años de edad y cinco muchachas tan preciosas que son la joya de su vida, la mayor ya con 20 años; Doña Ifigenia de 32 años, no ha encontrado marido pero eso no la detiene ante la vida que continúa su rumbo; la Señora Dolores con 28 años, dueña del lugar, es esposa de Trinidad Rodríguez y sólo tienen dos muchachos; y, al final, la pobrecita Ignacia apenas alcanza los 23 años, pero con cuatro hijos y un esposo a rastras, la vida la ha golpeado tan fuerte que ya no aguanta, sino fuera por estos ratos chiquitos de libertad.
Las cuatro cantaban, bailaban y aplaudían mientras preparaban la comida. Mientras a los niños de la Señora Dolores les encargaban los mandados de apuro, ya que eran los más grandecitos, esta vez fueron corriendo por las tortillas.
Y comienzan a llegar de par en par o de uno solo, los trabajadores cansados por el sol. Muchos albañiles, otros tantos vendedores de mercado o tianguistas, voceros, electricistas y plomeros. Todos sentados a lo largo de una gran mesa, cinco sillas de lado y dos en cada extremo. Parecía esta una gran familia, pero no. A gritos de “cámara, ya llegamos”, “vamos a tragar o qué”, pedían la comida con confianza.
Doña Ignacia es la encargada de servir el arroz y sirve los platos con cuidado, en tanto van llegando los niños con un kilo de tortillas entre sus manos y uno de los hombres se las arrebata “trae pa´cá, aunque sea con sal en lo que sirven los platos”. Sólo pudieron observar como tontos la mano enorme que les quitaba el encargo, pensando en que cuando crecieran podrían desquitarse o ser iguales.
Devoraban los platos como esclavos, sólo dejando escuchar el estruendo de las cucharas y las mandíbulas al masticar. De entre esa orquesta de percusiones sólo escapaban alguna que otra risa y comentario suelto.
-Pinche sol, ¡Cómo quema el cabrón!-
-No te quejes, ahorita hay que regresarnos-
-La comida está bien sabrosa, me cae. Como la Marcela, condenada chamaca. Ya me les quiero juntar-
-¡Este buey! ¿Cómo lo ven? Ya anda como burro y lo único que le faltaba era la yunta, ¿ya te urge verdad?-
-¡Es mi pedo…!-
Ya todos veían acercarse el pleito porque a un hombre no se le dice buey así nomás y mucho menos yunta a la mujer que quería. Hasta que alguien, de la nada, soltó la pregunta que todos, incluidas las mujeres, tenían en la punta de la lengua:
- ¿Alguien sabe de qué vamos a hablar en la junta de Don Eduardo? -
Las cucharas y mandíbulas dejaron de sonar y un silencio atrapó todo el lugar, ahora llenado por las ollas que hervían. Las cuatro señoras siguieron en lo suyo pero levantaron oreja para poder escuchar lo que se discutía.
Un señor de espalda ancha por el trabajo y bigote tupido, suspiró y abrió la boca para sentenciar:
-Pues puras pendejadas, esperó un momento mientras respiraba y engullía el bocado, ¿no ves que ese cabrón ya nos sacó hasta los ojos? Y yo, por lo menos, no veo ni madres de papeles-
Todos los hombres comenzaron a discutir y el ruido de los vasos chocando contra la mesa hacía todo un poco más ameno, entre las mentadas de madre y los retos de salir a pelear en la defensa de un señor al que aún no hemos conocido.
-Es que, ¿cómo es posible que hables así cabrón? Eduardo es el único que le sabe a esta movida, sino es él, ¿quién?, ¿tú?- Defendían unos.
-Pero ya son chingaderas, es cierto lo que Guillermo. Trabajar como mulas pagando y no ver ni un chingado papel, ¿pues qué se está haciendo? Y para acabar de amolar siempre está con el cabrón de Trino-
Guillermo tomó un vaso de agua y se enjuagó de los bigotes rastros de comida preparándose para preguntar:
-Para eso está Dolores. Dinos: ¿Qué están preparando para la junta el pinche Lalo y el pistolas? -
La señora sólo pudo ver a sus chamacos y lanzarles una mirada, esa mirada que sin palabras ya sabían que se debían ir, desaparecer, esfumarse. Respiró hondo y meneó algunas cazuelas en las que ya se estaban pegando los guisos.
-Ya le he dicho, ¡pinche Memo!, que a Trinidad no le diga pistolas. Mucho menos frente a sus hijos que también son los míos-
Ignacia veía incrédula el espectáculo mientras se le quemaban las tortillas y Dolores continuaba con su sermón:
-Y para acabar, ya sabe todo mundo que Trino no me dice nada de sus negocios con Lalo. Aquí se viene a tragar y sino vienen a eso, ¿a qué chingados vienen? Y si mucha ansia les trae eso, se la van a tener que aguantar hasta que sea, ¿qué son sólo 4 días?. ¡Faltaba más, viejos chismosos! -
Y así, con las tortillas quemadas, los hombres tuvieron que seguir comiendo. Y aguantando la enchilada por las verdolagas, o por el hecho de no poder responderle a la Señora Dolores como traían atorado en el cogote. Porque los habrían calificado de maricones y que se fueran a poner falda, pero también por el miedo que les ocasionaba el pistolas. Que con fama de sangre pesada, siempre estaba listo para soltar algún trancazo y precavido de no soltar algún plomazo porque las balas eran caras.
Pero nadie entendía muy bien el porqué del apodo si nunca le había disparado a nadie, mucho menos matado.
Y así terminó el desaguisado del día, Doña Ignacia regresaba con sus niños pegados a ella, como si fuera mamá tlacuacha, contando los pesitos que le dieron y separando la mayoría para la construcción de su casa, el resto para la comida de unos pocos días.
Comments