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Francisco Payán

Un no mundo para habitar

Venimos al mundo a través de un mapa extenso de circunstancias ajenas. Somos accidentes provocados o accidentes en sí mismos, pero, al fin y al cabo: accidentes. Antes de percibir y tomar consciencia de nuestra estadía por acá, y vislumbrar –si acaso- una incipiente maqueta del futuro, ya andamos trastabillando sin ton ni son consumiendo los minutos, las horas y los días con sus años.


Ahora que las décadas se van acumulado en mi espalda, me es imposible no recordar la infancia perdida con sus remansos de felicidad, donde no tenía cabida una noción personal del mundo y mucho menos la magnitud de sus embrollos. Veinticuatro horas eran suficientes para emprender titánicas batallas en compañía de mis hermanos y amigos, el futuro ¿quién sabe? Aquellos días se desgastaron en sinfín de imágenes dichosas que se escapaban por la ventana si intentaba capturarlas. He sido afortunado.


Recuerdo inventar “pecados” cada viernes en la capilla de la escuela primaria de monjas a la que asistía frente a un padre con aspecto de munra, circunstancia curiosa que ha tomado forma y sentido con el paso de los años: echar a volar la imaginación. Esperaba con ansias el mentado viernes para exponer un sinfín de mentiras, y, con ello, recibir la dotación de padres nuestros y aves marías dejando atrás la jeta desorbitada de aquel viejo en el confesionario e inaugurar el fin de semana con una cascarita con los amigos rellenando con basura un bote de frutsi. Ya tendría una semana por delante para inventarme nuevas aventuras y universos pecaminosos recibiendo la cuota de adoctrinamiento acostumbrado para forjarme como un “tipazo”.


Si para pensar e imaginar otras posibilidades es necesario hacer una pausa y entrar en comunión con el silencio para desdoblarse: me declaro culpable, pues justo en esos reductos es donde encuentro un lugar habitable. Un no mundo me pertenece y puedo echar mano de su artificio a la hora de transitar el presente convulso que nos acribilla por diversos flancos.

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Probablemente –por la visibilidad imperante- habitamos una época de la historia en donde más ego, carroña, narcisismo, envidia, odio, y señalamientos a mansalva, dislocan la realidad. La maldad y sus bifurcaciones devenidas en hambruna, desigualdad, escasez, guerras y sinfín de horrores sociales siempre han y seguirán existiendo. Ridículo sería negarlo. Somos el error en sí mismo. La factura seguirá cobrándose durante décadas. No hay vuelta atrás. Ahora se lincha sin reparos de forma cobardona tras la pantalla. El enemigo está al alcance de un clic. Basta con asomarnos por la mirilla de nuestras pulsiones para descargar cascadas de exabruptos pasionales, sinsentidos, desinformación, pontificar sin reparo, y demás disparates. El silencio ha sido desplazado por el ruido digital. La falsa esperanza por generar “contenido de valor” inunda las diversas plataformas donde la vaguedad prevalece sobre la comunicación. Di lo que quieras pero dilo rápido, sin pausas, aunque no tengas nada qué decir. Lo de menos es el mensaje, lo apremiante es hacerse presente. Evita la soledad a toda costa y huye de tus pensamientos. El resultado es evidente: gregarismo por toneladas y para todos los gustos. Sin embargo, existen planicies dignas de revisar para encontrar algún eco y sensatez en el lodazal.


Pienso que la guerra somos y está en nosotros. Pienso que luchamos permanentemente contra el agotamiento mental. La depresión, la ansiedad, el trastorno por déficit de atención e hiperactividad van cobrando más fuerza en las patologías sociales que pululan por el orbe. Es el precio que debemos pagar por hacernos presentes tras la pantalla. En múltiples latitudes se sufre de “burnout” y demás menesteres propios de la salud mental. Cumplimos cabalmente el estandarte del neoliberalismo: la explotación anunciada como libertad. Vivimos en el exhibicionismo urgente y consensuado para escapar de nosotros mismos y “autorregularnos” vía la autoexplotación tras bambalinas. Y, para cerrar el círculo virtuoso, se abrazan las terapias new age llámese yoga, reiki, aromaterapia, angeloterapia, veganismo y demás oportunismos como los coaching banqueteros y listo, de vuelta al redil narcotizante para visibilizar una felicidad impostada.

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Pienso que ejercitar la imaginación por medio de la lectura, la música y las artes, es un buen pretexto para habitar los días en el silencio. Es como vivir en otra dimensión con uno mismo y sus fetiches. La mazmorra digital queda atrás cuando al abrir la página penetras en el lenguaje y cobra sentido ausentarse. De vez en cuando salgo de la cancha y caliento la banca algún tiempo con mis aficiones. La banca resulta una forma honrada de habitar el mundo, de sopesarlo y soportarlo. Estar en el banquillo me hace comprender que sólo poseo una mirada parcial de las cosas y no flagelarme por ello. Leer es reinterpretar creativamente, es la receta que degusto para ofrecerme un presente con cierto decoro entre tanta alharaca. La música, ese otro universo que acompaña mis días, también es un pretexto para entregarse a la holganza. Cuando me dejo llevar por lo que escucho, nuevamente se abre ese no mundo para entrar en comunión con mis humores, desmenuzando mis desatinos, ahondando en mis aciertos, en mi escepticismo, en mis recuerdos o simplemente para estar estático, sin pensar. La música en sí misma cumple su tarea: insertar melodía al tiempo y acompañar.

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El ocio resulta una pausa necesaria que cobra sentido para construir un espacio de inflexión y así vagar por otros rumbos: salir a caminar por las aristas de mi circunstancia y detenerme a dialogar con lo que encuentro. Contrario a ello, la pertenencia digital continuará como prótesis del alma parchando las soledades del mundo. Este país, como muchos, está herido y no se ve por dónde reinventarlo. La desesperanza se pasea frente a nuestras narices en la guerra por la información y el ninguneo. Mientras escribo, observo la avenida desde el balcón de mi recámara, el ruido de esta ciudad es inaudito y no cesará jamás. Bienvenida la resignación. Me pregunto si ser autodidacta tendrá provecho alguno y si escribir ayuda a aligerar la carga, no lo sé, pero lo intento lo mejor que puedo. El tiempo pondrá a prueba mis dudas. Mientras tanto, las redes sociales y la Big data seguirán engullendo nuestro exhibicionismo en ese panóptico carcelario que imaginó alguna vez en el siglo XVIII el filósofo Alemán Bentham. Hoy se ha materializado su idea en el panóptico digital que nos mantiene atrapados, acechando al de enfrente, fisgoneando, generando rebaños de seres solitarios y vigilados que vía la voluntad ofrecemos variopintas formas de navegar en el presente. Yo prefiero retirarme a ese no mundo para acariciar, si acaso, una discreta paz.



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