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Hannibal Lector

Tristeza estacional

Estaba segura de que ningún otro despertar había sido tan cruel. Cuando miró por la ventana apenas despierta, apenas viva, esa luz blanca, como una ola siniestra sobre sus pupilas, le recordó que despertar es un acto de abandono. Le dolió. Su cuerpo tan pesado como el plomo, frío y rígido, hubiese preferido no tener cuerpo, ser de aire, ser el aire, a sentirlo como un peso muerto sobre sí. Por toda la casa entraba esa blanquitud que le molestaba tanto, cada cristal de la casa le volvía un poco más infeliz. Sobre la mesa comía de todo sin gana alguna, pensó en Chéjov, en lo mucho que detestaba sus cuentos porque le describían días como esos de despertares crueles y vidas miserables, no había otra palabra para describir ese sentimiento de su existencia como un cuento de Chéjov: odio.


No sentía los pies y las manos le dolían como si le hubieran arrancado los dedos, decidió bañarse, porque eso hace la gente para sentirse mejor ¿no?, “¿qué es lo que realmente hace la gente?” pensó cuando abría la puerta del baño. Se asomó al espejo y sintió repulsión, no había un rastro de belleza en esa cara amortajada y seca. Recordó los días que había sido bella, se paseaba glamurosa y con las piernas sudadas en un auto que siempre la llevaba a un mismo sitio. “Esa era yo” pensaba. Se desvistió sin seguir mirando porque seguir torturándose le iba tomar demasiado tiempo y sólo iba conseguir hacerse sentir náuseas, ni siquiera tenía ganas de eso, no valía la pena hacerse sentir algo, aunque fuese algo malo.


Se metió a la regadera. Fría, tibia, caliente, se metió al agua cuando estaba caliente, pero dos minutos después se empezó a entibiar de nuevo, después casi fría, le caía el agua y su cabello se enfriaba aún más. Movió las llaves varias veces pero no se calentaba, los mechones que se le pegaban en la cara se sentían como agujas. Empezó a llorar. Por el espejo vio los huesos de su columna doblada queriendo atravesarle la piel. Se vio como una figura amorfa y contraída que sólo sabía llorar. Sólo lloraba y pensaba en el sol que entraba por su ventanilla, en ese auto, camino a ese sitio. El sol, el sol, el sol…


Salió del baño y se metió a su cuarto, que parecía una extensión de ella: sombrío, desagradable. Sentada en la cama escuchó alaridos desgarradores. Estaban masacrando a un perro en la calle. No sabía si era una pelea de varios perros o si era uno solo y algo o alguien lo estaba torturando. Era atrozmente cercano, duró varios minutos escuchándolo, no hizo nada. Se acostó y debajo de las cobijas pensaba que seguramente el perro ya estaría muerto, ella se sentía sembrada en un ataúd, cerró los ojos y siguió pensando en ese perro.


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