“Nos querían amedrentar, un día uno de ellos me mostró una pistola como advertencia y que cuando la guardó, saqué mi 45 y le dije, ¡una pistola sólo se saca para matar a un hombre, deme su pistola, ahora le perdono la vida por única vez! Nunca se la devolví aunque muchos trataron de convencerme de que lo hiciera. Pistola que se recoge jamás se regresa, ni a mi padre le regresaba yo una pistola. Esa fue la primera vez que saqué mi pistola”- Fragmento de una entrevista a un paracaidista/invasor real [1]
Trinidad está sentado en una silla de vieja madera, una silla que se ha salvado de alimentar la hoguera en época de frío, tiene las manos temblorosas y llenas de tierra. Sobre un pedazo de tronco, que a veces funciona de asiento, ha dejado una vieja caja metálica de galletas y la observa fijamente. Sabe que ahí está la pistola. La maldita pistola que compró en Estados Unidos a un vagabundo veterano de Corea. La maldita desgracia que lo había hecho salir de los yunaites de la misma forma que entró.
Él no había disparado contra ese hombre, el racista aquel lo empujó de tal manera que el arma disparó por no traer el seguro. Igual aquel hombre no se murió, pero Trinidad tuvo que salir de California hacia Tijuana esa misma noche. Con ello se le quitó la costumbre de llevarla al cinto para apantallar, la gente sólo le llama Pistolas porque siempre habla de ella muy borracho; aunque, sólo unos cuantos, le han visto disparar. Tiene una puntería de gavilán. A veces practicaba a campo abierto contra latas de cerveza, botellas de cristal, botas o hasta patos, que en la zona abundan. Pero jamás contra una persona.
Desde que todo se puso color de hormiga y las balas más caras, decidió guardar el arma letal bajo tierra como dándole sepultura. No quería que cualquier idiota lo acusará de algún crimen o asesinato, como sucedía ahora.
Mientras todos estos recuerdos vienen a su memoria, maquinalmente se limpia las manos y extra de la caja el arma con sus balas. Intenta limpiarla, pero es toda una odisea inconcebible. Las manos no le responden y el sudor no deja de chorrear sobre el metal. Sin embargo, sabe que no hay tiempo ni mucho menos puede echarse para atrás. Ha tomado una decisión y si falta a su palabra a sí mismo: ¿qué sería? Algo menos que un hombre. Con Tomás muerto y la viuda a un lado de su casa, él tiene que vengar a su compadre. Mataría a Lalo, porque todo esto era culpa suya.
Pero se inquieta pensando si la sangre de un hombre es suficiente para compensar la de un amigo. ¿Basta con matar a un cabrón para vengar a mi compadre? Se preguntaba. La respuesta gira en que no, claro que no, pero que será lo suficiente para calmar su alma.
Mataron a Tomás frente a él. Lo han asesino como a un animal cualquiera, sacándole las entrañas. Y él, Trinidad, no había hecho absolutamente nada. Tiene que vengarlo, matar al hombre por el cual lo asesinaron. Así le dice su conciencia, pero también sus costumbres. Creció en un pueblo en el que cualquier desaire ameritaba agarrarse a trancazos, ¿cuántos tíos y primos suyos no se habían matado entre sí solo para saldar cuentas?
El cuerpo se niega a responderle. Algo dentro de él sabe, o creer saber, que nada de esto está bien. ¿Hay otra solución? La resaca, la mandíbula apretada, el sudor, las piernas que flaquean y el nerviosismo general no lo dejan pensar. Continua en la tarea de limpiar los orificios del tambor, todo para que la bala salga bien y sin torpezas. No quiere fallar por error mecánico, quiere que sí algo sale mal sea totalmente por error humano.
Mira su reloj con desesperación, no quiere que lleguen los niños ni su esposa para estar con ruidos de ellos. La pistola ha quedado limpia, cargada y preparada. Ahora sólo queda la maldita espera. De la nada, cayeron gotas de sangre sobre el suelo de tierra. Sintió un olor a fierro y se dio cuenta que era su nariz la que sangraba.
Piensa que es por el calor, pero a todos los síntomas anteriores se suma un mareo insoportable. Camina como puede hacia el lavadero frente a un espejo, se tira toda el agua fría que puede sobre el rostro y la nuca, pero el malestar no lo suelta sino que se aferra más. Ya que no es el calor, ni la cruda, ni el haber dormido en el patio, sino su mente. Su mente que está colapsando y provoca, con su caída, que el alma se le quiebre. Ambos líquidos salen desesperados por su nariz, tratando de huir.
-¡Ya, ya, ya!, ¡Ya lo tengo todo preparado! ¡No, no! ¡Ese perro hocicón de Eduardo se lo preparó solito, el idiota! ¡Yo sólo le llevo el encargo!- Repite ante el espejo con los dientes apretados, como ahogando un grito, para darse valor. Al tiempo que trata de detener el chorro de sangre que le escurre por ambas fosas nasales.
Sólo escucha entrar a su esposa con los niños y trata de sumergirse en la pileta, de esconderse donde fuera, para que no lo vean.
Dolores lo mira consternada y comienza a hacerle unos mimos que terminan en discusión. “Qué pasó papacito, ¿te caíste? Ahora mismito nos vamos al Doctor… ¿Cómo que la junta? Pinche junta que se vaya a la fregada, mira cómo estás… No cabrón, no me calles… Muchos pinches pantalones, pinche borracho… Ya me lo decía mi amá, puras tristezas contigo cobarde pendejo… Ya cabrón, ahitá la pinche botella, traga mierda hasta hartarte… Nada de gracias, pendejo…”
Trino bebió dos vasos copeteados en total y sintió como el cuerpo se le relajaba, sintió como de la mente se le quitaba esa bruma histérica de pensamientos sin fin que lo habían acosado durante el día. Las manos le respondían un poco más. ¿Y qué mejor? Ya tenía que largarse. Se vistió con lo primero que encontró mientras mandaba a los niños que se callarán, porque estaban jugando quién sabe qué cosa: policías y ladrones, a la guerra o sólo a matarse entre ellos. Les quitó los juguetes y los puso sobre la mesa, a la par que se tomaba otro vaso de alcohol y se guardo la pistola en el mero sobaco izquierdo porque la mano derecha era la chingona para disparar. Se puso su chamarra con forro de borrego para que no se notara el bulto y se fue.
El sudor había desaparecido y con ello las ideas intrusas, no sintió tampoco la caminata a pesar de ser algo larga. Caminó en vueltas para llegar atrasado, con la cabeza baja para no hablar con nadie. Llegó justo al inicio de la junta, pero no se sorprendió. No quería verles la cara a esos traidores ni intercambiar palabras con Eduardo, porque era imposible hablar con un muerto. Se quedo al fondo del improvisado salón Dignidad, mientras escuchaba el discurso de Lalo.
-¡Compañeros y señoras! Nadie más que nosotros conoce el sufrimiento que hemos pasado para llegar hasta aquí – Agitaba sus largos brazos, imitando a un político cualquiera, Trinidad apretaba sus puños al fondo mientras escuchaba el inicio de las mentiras y avanzaba, poco a poco, entre la gente - ¡Hemos compañeros de hacer un esfuerzo más! Lastimosamente los mítines y las marchas que hemos realizado no han surtido el efecto deseado, el gobierno no quiere reducir las tarifas de escrituración… - Las voces comenzaron a sonar, gente molesta y personas entristecidas intercambiaron un murmullo sonoro - ¡Por favor! ¡Por favor! ¡Mantengamos la calma! – Agitaba sus brazos más fuerte con cada palabra y alzaba su ronca voz, Trinidad comenzaba a impacientarse y a sudar - ¡Es necesario hacer un nuevo esfuerzo económico! Necesitamos traer topógrafos para hacer los planos definitivos de nuestra amada colonia y también pagar el ingreso al registro publico ante un notario de confianza. ¡Ya con ello daremos un paso más hacia nuestra meta! – Respiro profundo, había gritado lo último con todo el aire de sus pulmones.
No paso ni un segundo, Trino ya estaba hasta delante de la muchedumbre y comenzó a desabrocharse la chamarra. Eduardo lo miró y le lanzó lo que parecía una sonrisa maliciosa, esperando aprobación. Pero Trinidad solo mira fijamente a un cadáver con vida. La gente reunida sólo esperaba triste o irritada el sablazo de la cantidad de dinero que les pediría Eduardo.
-¡Compañeros y señoras! Es necesario un adelanto de cuatro mil pesos por familia, del cual se les dará el comprobante de pago como hemos venid…-
Trinidad dejo de escuchar y un zumbido ensordecedor le llego a los oídos. Metió la mano a su axila e intentaba sacar la pistola torpemente, las manos le sudaban y un temblor frío recorría su cuerpo. Hasta que respiro hondo y mientras la sacaba comenzó a gritar.
-¿Acaso estás pendejo Eduardo? ¡Ya nadie te cree tus pinches mentiras, cabrón! ¡Y si hago esto – Apunta a la cara de Lalo, quien no sabe qué hacer – es para defender a mis compañeros y sus familias! ¡Hoy te mueres pendejo!-
No bien había terminado de hablar cuando soltó el balazo, jalo el gatillo y los mecanismos internos del arma hicieron salir un balín metálico. El proyectil salió a tal velocidad que lo único que logró hacer a Eduardo fue un moretón bajo el ojo izquierdo. Y, conmovido por su suerte, sólo miraba al cielo como dando gracias.
La gente reunida no entendía qué pasaba. ¿Era esto una broma de mal gusto?, ¿era real el intento? Todas las dudas se disiparon cuando vieron intentar huir al tirador. Trinidad corría hacia la salida, empujaba a la gente, quería escapar de su intento fallido de asesinato. La muchedumbre al observar esto ya no tuvo ninguna duda. Se transformó en una turba, una marea violenta de puños y patadas, que con el primer golpe de sus olas derrumbó a Trinidad. Querían defender al hombre que estaba a nada de traicionarlos matando a su pusilánime asesino.
Al mismo tiempo que Trinidad recibe la peor golpiza de su vida y ruega a Dios por su vida, trata de pensar en qué pasó pero no da con la respuesta.
Intenta traer hacia sí los recuerdos de antes de salir de casa. Estaba en el patio tratando de calmarse después de discutir con Dolores, bebía los tragos. ¡Pum! Veía luces a causa de los golpes en la cara, la gente de atrás peleaba para estar delante y poder golpearlo. Seguía concentrándose, para evitar el dolor. Entró a la cocina – comedor, donde su señora preparaba la comida y dejó la pistola sudada en la mesa, para poder irse a cambiar de ropa, los niños jugaban y gritaban, les dijo que se callaran, sentía todavía el corazón en la garganta, los niños dejaron sus pistolas de juguete en la mesa y se sentaron a comer. Chorros de sangre lo regresaban al presente pero también le refrescaban los calientes golpes del rostro. Casi por desmayo regresaba al laberinto de recuerdos, se tomó el tercer vaso de alcohol para los nervios y guardó la pistola, pero ahora que se da cuenta pesaba mucho menos. Quizá todo por culpa de la ansiedad.
Trinidad, hombre de piel morena, yace en el piso de tierra con el cuerpo morado y rojizo en varias partes. Tiene los ojos hinchados, llora y tiembla como un recién nacido. Lucha por respirar, la sangre se comienza a coagular en la nariz obligando a que jale aire por la boca, como un pez a punto de morir. Los jirones de ropa que aún quedan sobre su cuerpo le secan la sangre.
Aquella marea violenta, esa turba furiosa, estaba convirtiéndose de nuevo en personas. Cada una de ellas, que había participado en la lapidación, mira ese cuerpo quejoso de forma horrorizada y sin comprender por qué continuaba vivo.
Todavía no se habían calmado bien los nervios de tan sangriento espectáculo cuando sonó a lo lejos, como recordatorio de que existía el mundo, un balazo real y varios gritos de señoras.
Cada vez más cerca, corriendo y jadeando, como si el mismo diablo estuviera ahí, una anciana gritaba histérica: “¡Un niño, Dios mío! ¡Un niño ha matado a su hermano!...
Nota
[1] González Espinosa, Lilia Cruz, Et. Al., “Capítulo I. Tierra, Dignamente” en Algo del tonal de nuestros tiempos, México, UNAM – Instituto de Investigaciones en Matemáticas Aplicadas y en Sistemas, 1998. p. 26.
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