El año llega a su fin, y como las golondrinas que vuelan y se posan para descansar, como el sol en el ocaso, como las hojas del otoño que lentamente terminan de caer del árbol para dar paso al invierno, mi alma reposa por fin un poco y se dispone a absorber las últimas lecciones que me brindó 2022. Capullo confeccionado por la vida misma, ceniza de ave fénix que debía arder hasta consumirse para volver a nacer, un poco más viejo, un poco más sabio, más prudente, más abierto. La mayor lección que este año me brindó es aquella que, por más trillada que suene, guarda una chispa infinita de resplandor y paz: sé aquí, sé ahora.
Hace unos meses la NASA reveló algunas imágenes tomadas por el telescopio James Webb. Para nosotros, herederos de la Modernidad y aún más del siglo XX, con su técnica y tecnología hiperkinéticas y vertiginosas, en ciudades plagadas de luces que apagan el cielo, con tanto ruido de las redes sociales, de los sitios web, de lo digital, con tanta carga de trabajo cotidiano, con tantas cosas en la mente... para nosotros, quizá el poder de imágenes como las que nos reveló el Webb sea el de abrirnos una increíble vía por la cual alcanzar la experiencia cósmica de la pertenencia, para alcanzar a través de una experiencia estética una consciencia de nuestra finitud que nos maraville y asombre, que nos conmueva y nos enlace con la eternidad del tiempo en el presente: somos efímeros, y sin embargo somos. La nada de los místicos y la nada de los budistas no es la nada vacía de vértigo y ausencia, sino antes bien la nada que nos remite a la inconmensurabilidad amorosa del aquí y el ahora: la nada nunca es nada, el misterio no es lo terrible sino lo maravilloso.
La lección más profunda y penetrante que este año me ha regalado se expresa en una palabra: «vive». Hay que aprender a mirarnos y aceptar que podríamos hacer tantas cosas, tanto mal, tanto daño… Mas afirmar, frente a ese yo desgarrado por los posibles que pensamos, la realidad con todo su peso y su densidad, con toda su dimensión y su profundidad, con su materialidad y su concreción: podría hacer tantas cosas, pero decido no hacerlas, no quiero hacerlas, no soy lo que podría ser, soy lo que decido ser. La mente nos carcome, el pensamiento nos aplasta. Entonces el corazón llama a poner nuestras manos en nuestro pecho para que sintamos por nosotros mismos: latidos, bum, bum. Cielo claro. Cuerpo. Casa, perro, pasto, flor. Mis manos, mis piernas, mi respiración. Atardecer, melodías, una fotografía, un automóvil. El aquí y el ahora, los milagros que podemos experimentar y realizar, la pasión por estar aquí: vida, existencia, realidad, ser.
El mantra es una oración que nos ayuda a conectar con la divinidad al meditar, y el que este año me fue revelado reza así: «sé aquí, sé ahora». Una chispa que resplandece siempre en el momento oportuno, un rayo que ilumina todo y que a todo da color, esa clave que nos abre a la realidad porque nos permite reconectar con ella al superar el juicio, el pensar que nos causa tantos estragos. Consciencia que hace las paces con aquello que la mente no puede controlar y menos aún comprender. Re-ligare, com-unión con el momento presente, con el aquí y el ahora, con la realidad tal y como es en sí misma y por sí misma, allende la razón, que con los cantos del pájaro, con la claridad del sol entre las nubes, con la lluvia que cae, con el suspiro de los árboles, con el sonido del aire, con la sonrisa del amigo, con nosotros mismos nos dice ya siempre a través del sentir: vive, sé aquí, sé ahora.
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