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Virginia Betancourt

Primicia

Aquel viaje bien se podría llamar “el día que conocí el mar” o “mi primer gran viaje”. En aquel entonces yo era del grupo de niños que en su primera década de vida desconocía que era tomar vacaciones y peor aún, que no había pisado la arena caliente y mojada, una arena anfitriona que te daba la bienvenida a aquella inmensidad que muchas veces era difícil de captar con solo el par de ojos dispuestos debajo de las pestañas.

Luego de aquellos días que mi mente atesoró como si hubieran sido siete, comprendí que al mar no solo había que verlo, sino que, había que sentirlo en la piel, olerlo entre las brisas, saborearlo en los labios, oírlo feroz y dejarlo habitar entre los cabellos que enredaba a su paso travieso.

Todo comenzó con el día que llegó mi Tía Olguita, concuña de mi madre, por quien que dejé de ser parte de la estadística. Ya olvidé si consideraron mi real interés de pasar vacaciones fuera de casa, a decir verdad, era la primera vez que dejaría todo, salvo unas cuantas piezas de ropa, para salir lejos de los ojos vigilantes de mis padres. Yo no daba problemas. Mi abuela decía “ es tranquila”, por eso creo que me escogieron para la aventura. O tal vez armaron una tómbola y metieron en pelotitas los nombres de todos mis primos y el mío y yo había resultado ser la gloriosa ganadora. Aunque creo que fue por obediente lo que haría más fácil cuidarme.

Miré a Olga y Marijo hablando quedito en el corral y lueguito muy sonriente, dirigiéndose a mi me dijo mi madre que me prepara pues me pasaría unos días en el Ticuiz. ¿Qué? Tuve que pellizcarme la mano para comprobar que estaba despierta. El Ticuiz es una localidad costera del pacífico, ubicada en Michoacán, muy cerca de Colima, que lleva por nombre uno que fácilmente se confundía con ticuz. Las veces que oí ese extraño lugar en boca de mi tía parecía que se trataba de un tipo de paraíso en la tierra, contaba que estaba llenito de palmas, árboles de tamarindos, mangos, limones, papayas y vástagos. Que el cielo siempre azul se salpicaba de estrellas en las noches frescas en que los grillos musicalizaban el descanso y las besuconas fungían como anti-plagas natural. Un cielo-pantalla en que la luna se veía tan grande y granulosa… ahí donde las hamacas risueñas jugaban a ser olas que iban y venían.

Luego la película de mi mente se vuelve negra, recuerdo poco el camino quizá porque iba dormida y que bueno porque cada trayecto en cuatro ruedas era la causa de mis peores historias de vómito y vergüenza, ¡ajá! ambas con uve. Entonces supongo que dormí todo el camino. Llegamos de noche y unas cuantas luciérnagas se asomaron a recibir a una de las hijas de Don Agustín Ibarra, el señor de las huertas más frondosas, de brazos largos y fuertes que andaba siempre con su sombrero de paja.

Aquella casa era la sede de los hijos que décadas atrás habían migrado y que ahora volvían con los nietos, las novedades de la ciudad y los videojuegos y muñecas Barbie más novedosas. Había otros tres o cuatro como yo, con la diferencia que ellos desde los primeros meses de edad pisaron la arena y además sabían nadar. Me puse a escuchar sus historias y a ver como jugaban con los muñecos de marca porque no los prestaban. No importaba si al fin también tendría una cama para mi sola con una almohada que hacía juego con la colcha de flores. Un cuarto de paredes altas y claras. Mi película sigue fallando pareciera que un jeti se comió parte de la historia atesorada, como flama de veladora que pronto acabara, pero que guarda muy bien el día en que mis pies se enredaron con las olas en la orilla.

Olguita caminaba con un traje de baño de una pieza en color negro. Yo iba a un lado de ella. La miraba de perfil e intentaba copiar sus huellas. Pasaba de medio día. La arena era oscura y gruesa, tenía unos brillitos como si le hubieran revuelto polvitos de oro. Mis pies se hundían a la llegada de las olas espumosas que yo seguía con la mirada atenta preguntándome hacía dónde iban, pero en breve sentí como unos remolinos me jalaron hacia adentro, yo no quería ir pero me jalaban. Tuve miedo, mucho miedo, pues no sabía nadar y estaba consciente de que fácilmente me podía ahogar, así que en un arrebato de sumo temor me abracé de su delgada cintura. Volteo algo sorprendida y al verme a los ojos esbozo una sonrisa. Me tomó fuertemente de la mano, pero yo no podía soltarla.

Luego de un rato en que el efecto mareo de los primerizos me había pasado, seguía tomada de sus suaves y finas manos, pero ahora con medio cuerpo dentro del agua, con la confianza puesta en que jamás me soltaría. Esa tranquilidad de estar ahí con las piernas bailando en el agua se vio interrumpida cuando de repente tomé un generoso trago de agua de mar ¡guácala! Quise vomitar por segunda vez y es que, aquel trago no solo había entrado por mi boca sino también por mi nariz, aquella sal quemó mi garganta y faringe. No importó tanto como para hacerme salir del agua.

Vino la cena de navidad. La casa llena retumbaba con las risas provenientes de la cocina y los gritos de los niños que tiraban cuetitos y tronaban palomitas. Vi el árbol de navidad rodeado por muchas cajas envueltas con papel navideño y grandes moños en color azul rey, dorado y rojo. De pronto se me abrió un hueco en la barriga pues ninguno sería para mi. También vi cuando las abrieron los niños que repetían orgullosos que la tía Martha les había mandado esos juguetes de Estados Unidos ,lo que significaba que eran de muy buena calidad y que habían pagado por ellos en dólares. Mi prima me enseñaba como su muñeca de colección era de carnita y por tanto se le doblaban los brazos y piernas. Olía a chicle de fresa no como las muñecas rígidas del tianguis que te venden por 25 o 30 pesos.

Contrario a todo pronóstico sí hubo un regalo para mi, era un cambio de ropa (blusa y falda) y una muñeca híbrida de plástico y tela, con rizos dorados amarrados en un par de coletas que olía ligeramente a chicle y su cuerpecito estaba relleno de espuma viscoelástica. Era robusta de grandes mejillas y ojos móviles en color azul. Me sentía feliz, era mía, mi muñeca. Desde ese día tuve compañía y a quien abrazar por la noche hasta que se rompió la unión del cuerpo con la cabeza.

El Ticuiz era un lugar caliente lo que hizo que un par de veces me saliera sangre de la nariz que me curaban dándome a tomar agüita de coco ¡ah qué rico¡ A pesar de que la playa estaba cerca no fuimos todos los días y eso no me hacía tan feliz! Uno de esos días lo aprovecharon para visitar a la tía abuela de mi tía política que nos gritó desde el fondo para que nos pasáramos a su casa. En el camino el olor de los árboles se fue dulcificando mientras aparecía fuertemente el olor a nixtenco ardiente. La cosa era que la tía que era una mujer mayor, morena como el piloncillo, de cabellos ralos que apretaba en una trenza; había prendido su horno rústico porque estaba horneando empanadas de coco y plátano macho. Sus carcajadas eran fuertes como las venas que le saltaban en el cuello y los brazos, como su voz por la que me enteré que la mezcla para las empanadas llevaba manteca , canela, harina, panocha y algún otro ingrediente que más de dos décadas sin recordar me borraron. La cosa fue que mientras ella no paraba de hablar fue sacando las charolas enrojecidas de dentro del horno y luego de dejarlas enfriar fue acomodando cada una de las empanadas en unos canastos de mimbre.

Aquella tarde el corral olía a dulce y tostado mientras la noche nos caía allí sentadas en unas sillas de madera floja, con poquísima luz que sólo dejaba percibir las sombras. Aún en la penumbra la tía abuela me dio a probar una empanada de coco… ¡qué de-li-cia! El pan tostadito y calientito abrazaba un relleno espeso de coco cocinado con canela, vainilla y leche. Esa era la cereza del pastel, fue el día que mis papilas despertaron.

Otra vez de regreso a la casa del gran corredor azul y de techos color marrón, con mi falda de flores como el vestido de mi muñeca, el olor a empanadas recién horneadas y el baile con el mar salado me regalaron sabores y compañía para desistir a la aridez y soledad que de niña muchas veces me habitó.



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