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Foto del escritorJaqueline González

Ojos negros

En todos mis años de trabajo fui testigo de diferentes casos. Algunos me sorprendieron por el nivel de dificultad de la situación, pero ninguno me produjo tanto terror como el que estoy por contarte.

Creo que siempre tuve el perfil para el trabajo. Me agradaban los temas sobre trascender de la vida a la muerte y nunca me sentí intimidada por trabajar con cadáveres. Por ello me especialicé en patología forense al percibirlo como un campo de trabajo demasiado interesante. No me considero una persona asustadiza, nunca lo fui y siempre trato de mirar el lado lógico de las situaciones. Además, esta profesión no es para quienes se dejan llevar por el miedo o las supersticiones.

Al pasar los años, me fui abriendo camino hasta convertirme en encargada de la morgue de un reconocido hospital de la ciudad; cargo que conservé hasta mi jubilación. Durante ese tiempo pude ver cómo futuros colegas decidían no regresar después de solo unos días. Pareciera que, tras experimentar una guardia completa dentro de una morgue y tener contacto con la labor, descubrían que no era lo que querían realmente para toda su vida. Por supuesto, he visto a otros colegas desarrollarse en este campo.

Aquella vez que me provocaría insomnio y no poder siquiera considerar la idea de dormir con la luz apagada durante una semana, transcurría de lo más normal. Tenía guardia de 24 horas, nada raro. Lo único fuera de lo habitual, era que me tocaría estar sola porque mi compañera de turno tenía licencia por incapacidad y no había quien la cubriera esa noche. No era la primera vez que realizaba una guardia sin compañía y realmente no me preocupaba. Durante el día me concentré en mis pendientes y al caer la noche salí rumbo al hospital.

Llegué al estacionamiento y me dirigí a mi área de trabajo. Era una jornada tranquila por lo que no encontré a alguien más en los pasillos. Caminé sin escuchar nada más que mis pasos. Entré al área donde laboraba y mientras me registraba en la lista de empleados, entraron los compañeros a quienes relevaría.

—Hola, Hilda, esta noche será sencilla. Tratamos de no dejarte muchas cosas pendientes. Solamente acaba de llegar una orden para autopsia —dijo uno de mis colegas mientras me entregaba las llaves del área.

Asentí con la cabeza y nos despedimos. Miré los documentos que necesitaba llenar y me di prisa en terminar la parte administrativa para iniciar la autopsia. Observé el cuerpo. Era de un hombre de 26 años; rápidamente noté que tenía marcas en el abdomen, eran cicatrices que formaban símbolos extraños. Eso me causó curiosidad porque nunca antes había visto símbolos así.

Mientras realizaba la autopsia, recuerdo que justo en el momento de tomar la última muestra de sangre, sus ojos se abrieron. No era inusual observar espasmos o movimientos en los cadáveres, incluso pueden llegar a emitir sonidos. Aunque a los más inexpertos les puede causar temor, con el tiempo nos terminamos acostumbrando. Pero había algo en esos ojos que por un instante interrumpió mi concentración. No se veían vidriosos, sin brillo y con la vista perdida como normalmente pasa en los fallecidos. Estos se veían como los de cualquier otra persona viva, incluso era como si sus pupilas, de un negro intenso, se enfocaran hacia mi dirección. Yo era consciente de las consecuencias de dejarme llevar por una suposición, razón por la cual traté de controlar mis pensamientos. Cerré sus ojos y me dispuse a continuar con el procedimiento. No habían pasado más de 3 minutos cuando sus ojos se volvieron a abrir, una vez más tuve la sensación de que me contemplaban. Incluso hubiera podido jurar que había una leve sonrisa dibujada en su boca.

“¿Una sonrisa?, ¡eso no es posible!”, pensé mientras sacudía la cabeza para sacarme esa idea de la mente. Volví a cerrar sus ojos, esta vez con un producto especial para cuando el rigor mortis es tanto, que no permite a los ojos o boca cerrarse. No me dejé sugestionar, recordando que no sirve de nada, me di prisa en finalizar con el procedimiento. Llené el papeleo restante, dejé los documentos en un pequeño escritorio que había cerca de la entrada, y me dispuse a recostarme un rato en el catre de un pequeño cuarto al lado de la morgue, el cual servía de lugar de descanso en esos turnos tan largos.

Me alegré de no tener mucho por hacer esa madrugada, cerré la puerta del cuarto y me recosté dispuesta a olvidarme del asunto. Debo haber empezado a dormitar cuando una sensación de alerta me despertó abruptamente. No sabría decir exactamente por qué tuve la sensación de que algo sucedía, sin embargo, me invadió rápidamente. Estaba recostada frente a la puerta y aunque tardé unos segundos en poner atención, cuando logré despertar, un escalofrío recorrió mi espalda. Escuché un sonido como de huesos crujir, y a pesar de ser un sonido bastante tenue, el silencio total del área y de la madrugada me permitía escucharlo bien. También, por el espacio entre la puerta y el piso, pude ver la sombra de alguien que caminaba por el pasillo. Traté de minimizar la sensación de miedo que me comenzaba a invadir y pensé de quién podría tratarse, debía ser alguien conocido, ¿un doctor?, ¿una enfermera?, no sería raro que alguien viniera a buscarme. Pese a que podría ser alguien familiar, por alguna razón no quise preguntar en voz alta quién andaba ahí afuera.

Por un minuto seguí observando la sombra pasar debajo de la puerta cuando de repente, se detuvo frente al cuarto donde yo estaba. Entonces, debajo de la puerta, pude ver lo que parecían ser unos pies descalzos tan pálidos como los de un cadáver. Esta vez el escalofrío recorrió todo mi cuerpo y mi corazón pareció ir a mil por hora. “¡Eso no podría ser!” pensé, “¡debo estar viendo mal!”, me repetí a mí misma; mientras tanto esos pies seguían ahí y ni quién sea que estuviera afuera, ni yo, se atrevía a decir algo.

Y antes de dejar que el miedo se convirtiera en pánico, con toda la valentía del mundo, decidí levantarme tratando de no hacer ruido para llegar a la mirilla de la puerta. Sabía que todo eso no era normal pero seguía tratando de encontrar una explicación, tal vez la razón era muy simple y mi mente estaba teniendo miles de ideas equivocadas. Me paré frente a la puerta, respiré hondo, me armé de valor y me asomé por la mirilla. Entonces, al mismo tiempo que miraba, otros ojos se encontraron con los míos a través de ella, ahí estaban esos ojos, los que había visto hace unos instantes, esos ojos negros del cuerpo al que le había terminado de realizar la autopsia. ¡Era como si todo el tiempo hubiera estado esperando a que yo mirara! No pude más, sentí mi corazón estallar y caí al suelo.

No sé por cuánto tiempo estuve inconsciente, solo recuerdo despertar tras la insistencia de una enfermera al llamar a la puerta.

—¡Doctora Hilda!, ¿está ahí? ¡Doctora! —decía mientras golpeaba la puerta de metal.

Tardé un poco en reaccionar, me puse de pie y abrí el cerrojo.

—¡Doctora!, Llevo rato llamándola, perdón por despertarla, pero necesito que firme este documento —dijo en tono apresurado.

Lo firmé sin decir una palabra y pude notar que me miró con desconcierto, supongo que mi cara reflejaba temor. Tal vez estaba pálida o me veía confundida, sea como sea, preferí guardar silencio. La enfermera se fue y aproveché para seguirla a la salida evitando voltear hacia atrás. Decidí quedarme en la entrada con el pretexto de estar al pendiente de cuando llegaran a buscar los documentos que había dejado en el escritorio. Cuando llegaron por ellos aproveché para mirar dentro de la morgue. Y ahí, tendido en la plancha, estaba el cuerpo inerte del joven, tal y como lo dejé, excepto por sus ojos. Los tenía abiertos apuntando al techo.

Yo sentí palidecer, no quería estar más tiempo allí y con el pretexto de sentirme mal esa mañana, pude conseguir que me relevaran. Descansé unos días y regresé a mi trabajo. Jamás comenté con nadie lo que viví aquella noche. Supongo que por eso te lo cuento a ti, para dejar atrás esa experiencia. Una que, si bien no me detuvo, provocó que nunca y bajo ningún motivo, volviera a quedarme sola durante una guardia.

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