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Héctor Andrés González Cantú

Néctar

 Las pezuñas solares rasgaban sin piedad todo lo que se podía ver, excepto al manzano: la sombra del manzano iba hacia el otro lado, retando al sol. Casi nadie lo notaba, excepto si caminaban junto al árbol por la tarde, y por alguna razón miraban al suelo. El manzano estaba en un terreno baldío, en el que frecuentemente había basura que dejaban los transeúntes. La tierra era muy clara, quemada, y los pocos guijarros que se veían eran de un gris despintado. No había gusanos o pájaros, ni gatos o tlacuaches que frecuentaran al manzano. Lo sabía porque lo había observado mucho tiempo, desde que vio la anti-sombra del árbol una tarde de día rojo, después de recoger sus lentes de la banqueta. Vio primero la sombra, que parecía más bien tierra húmeda ante todo el resto del terreno descolorido, y luego, mientras se desencorvaba lo vio a él, de troncos algo torcidos, manzanas que nunca caían pero nunca se pudrían y hojas de un verde brillante que no se movían con el viento. Aún no se había acercado a verlo con más cuidado, pero con su catalejo, que sacaba de su bolsita de cuero cada dos o tres minutos, lo veía desde el otro lado de la calle. Aún no se había acercado pero sus estudios del árbol lo habían llevado a una conclusión: ese árbol era un dios.

 

No podía haber otra explicación. Se resistía a los fenómenos naturales, no le importaban la lluvia o el viento, se mantenía impasible. El tiempo no tocaba al árbol, sus manzanas eternamente verdes y frescas. Los animales, sabiondos en temas que nosotros ya hemos olvidado, no se atrevían a acercarse, seguramente por respeto a la deidad. Además, no sabía ya si era de tanto verlo, pero por las mañanas y al atardecer, a menudo el manzano exhibía un aura dorada. Pero el principal y más visible signo de su carácter divino era, sin duda, su sombra. El sol inmenso, implacable en estos páramos, perdía la batalla contra él. Como jugando vencidas: el tronco torcido, y el sonido de la mano fulgurante cayendo contra la mesa.

 

Un día temprano, aún era la mañana pero el pavimento ya ebullía, el árbol comenzó a soltar un néctar dorado, que resbaló muy lentamente en el tronco abultado, y termino enterrado en la tierra gris. Lo vio bajar y varias veces estuvo a punto de correr hacia el árbol, de tomar el néctar con sus dedos y meterlos a su boca, de beber al dios. Pero no se atrevió, sólo vio con el catalejo los juegos ópticos que producía el néctar semitransparente al bajar. Esa noche soñó que tenía una sed insaciable, y al despertar al día siguiente, se zambulló varios litros de agua de la llave antes de poder olvidar la sensación física del sueño.

 

La vigilia continuó mientras su mente componía y descomponía ideas. Si el árbol era un dios, y visto la evidencia tendría que serlo, debía de ser un dios disecado, un dios aletargado, que tal vez olvidó sus deberes divinos y prefirió dormir. Eso explicaba por qué no se movía, por qué a pesar de sus poderes sobre los elementos su única acción ocasional era regurgitar mieles doradas. Si el dios sonámbulo ya no quería ser dios, y prefería ser un árbol y dormir, tal vez sus poderes pueden pasar a las manos de alguien más, que sí estuviera dispuesto a aprovecharlos. Él escuchó alguna vez, tal vez fue su madre o su abuela en tardes nubladas, que algunos dioses sólo eran dioses por un tiempo, y que otros no eran y luego se convertían en dioses.

 

Frecuentó todos los libros que pudo conseguir que hablaban de los seres divinos. Y tras muchos desvelos y días largos, entre los que incluso abandonó a menudo su velación del manzano, ideó un plan. Los textos estaban de acuerdo en una cosa, al menos buena parte de ellos: la única manera de matar a un dios era devorándolo—tal vez los ácidos estomacales tienen propiedades santas, o alguna otra parte del sistema digestivo asimilaba materia divina. Tomaría mucho tiempo devorar al dios completo, pero el otro elemento en común en toda la literatura divina era el del valor de las acciones simbólicas. Reyes pedrosos cortaban las flores marinas y el templo se caía a pedazos, manteniendo la hegemonía de la corona. Un general abandonado en tierras enemigas mataba a un par de peces en un estanque, y la luna desaparecía de pronto. Las acciones simbólicas, si es que se planeaban e interpretaban de la manera correcta, parecían tener un efecto descomunal sobre los dioses, como si existieran solamente en un principio gracias a esos mismos símbolos. Tendría que hacer al árbol sangrar y bebería su sangre radiante hasta saciarse.

 

Se acerco al caer el sol, cuando las sombras ya se alargaron hacia el horizonte, y el poder del árbol no era tan evidente. Al acercarse le pareció ver de nuevo el aura dorada, y sintió incluso que traspasaba un velo de aire muy suave. Al principio sólo lo vio, el manzano de cerca ahora inmenso, los troncos torcidos ahora serpenteantes, las manzanas siempre verdes como piedras balanceadas de un solo hilo que estaba por romperse. Se alzaba terrible frente a él. Pero no rechistó, alargó la mano y tomó un trozo de corteza, que para su sorpresa se desprendió con mucha facilidad. La miel dorada comenzó a emanar, y utilizó la misma corteza como utensilio, tomando el néctar y llevándolo a su boca. De inmediato tuvo de nuevo la sed infinita del sueño, una sed mayor a todos los mares y a todas las tormentas, una sed que contenía todos los desiertos y todo el polvo, y toda la tierra gris que tenía a sus pies. Soltó la corteza, y se dio cuenta que el néctar, la sangre brillante, seguía en su garganta. Intentó tragarla, llevarla a al ácido de su estómago, pero no pudo. Después de unos segundos, la miel comenzó a salir de su boca. Después también de su nariz. No habría tomado más que dos cucharadas, pero el néctar que salió parecía suficiente como para llenar muchos cántaros. No podía detenerse, no podía respirar, era como nadar en miel o en gelatina dorada. Inexplicablemente no se ahogaba, seguía expulsando el líquido sin un segundo de descanso. Vomitó sin parar por mucho tiempo, el néctar formándose a sus pies. Y luego el líquido espeso se comenzó a endurecer. La sed terrible ahí seguía, pero ahora era un eco sordo. Sintió que crecía, que se comenzaba a elevar, que ahora no era néctar lo que salía de su boca, sino era algo sólido, rasposo, torcido. De pronto, ya muy alto, vio una manzana salir de su boca y se dio cuenta que ya no había ningún árbol a su lado. Al final alcanzó apenas a ver una sombra alejándose en la penumbra de las pocas luces cercanas, y vislumbró el centelleo de la lente de un catalejo sobresaliendo de una bolsita de cuero.

 

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