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La cartografía de mi vida

El despertador brama con puntualidad a las siete de la mañana. Seguimos en pandemia. Al menos conservo un ápice de fortuna al quedarme encerrado mientras el mundo prosigue en su caída inminente. Enciendo el televisor. La noticia de la línea 12 del metro me deja helado: más de veinte muertos, tumulto, caos, lesionados regados en algún hospital y un largo convoy de desgracias los sepulta. Como siempre, el grueso de la población apoyando. Y como siempre, la autoridad cantinfleando ante las cámaras. Me queda claro que en este país –si se le puede llamar así- solo nos queda relamernos las heridas en solitario. Me aventuro a imaginar el último instante que experimentaron los que a partir de hoy serán una de tantas estadísticas: Estruendo-vértigo-miedo-gritos-fierros-polvo-silencio-oscuridad-después-nada-se acabó.


Gizmo

Los ojitos de un pequeño ser me observan tintineantes mientras sigo desencajado en la pantalla. Correspondo con un “buenos días drogui”. Este saquito de pelos que emula a gizmo llegó a nuestras vidas producto de una tragedia. Suspiro. A él no le interesa la desgracia ajena pues se ha curtido en su experiencia, no necesita más miseria en su universo. Sin hacer mucho ruido para no despertar a la reina del hogar, nos enfundamos en los aditamentos para enfrentar el paseo: cubrebocas, careta, correa, bolsita para desechos, alcohol, llaves… Lo necesario para no sentirnos desnudos ante el verdugo invisible. Bajamos desde el tercer nivel del edificio. Hace un frío Peroteño. Iniciamos nuestra ruta.


Carrillo Puerto

Llevo poco más de nueve años transitando las mismas calles. He tejido historias en horizontal en ellas: como cuando olvidé en un taxi mi portafolio con todos mis dibujos, acuarelas y colores pastel. Seis cuadras adelante, entre el apoyo moral y chiflidos por parte de la gente alcancé el vehículo con los pulmones desechos y las piernas al revés. Todos vitorearon, fui dichoso. O como la primera vez que caminé la avenida junto a mi chica, sin percibirlo, daba inicio la aventura de nuestras vidas. Ahora en compañía de mi compinche, renuevo mi visión del barrio con ojos de otro mirar. Avanzamos por Felipe Carrillo Puerto rumbo al metro Colegio Militar. Estamos en la Colonia Anáhuac. Durante el trayecto intercambiamos miradas de complicidad, haciendo del instante nuestro código secreto. Observo su actitud a cada pasito que da. Seguimos siendo miopes como seres humanos. Su andar por descubrir nuevas tonalidades a lo mismo me cachetea. Saludo al viejito de la tienda llegando a la esquina de Lago Chalco. Metros adelante, el señor de la basura barre con enjundia la vida como si quisiera desaparecer la inmundicia en la que estamos atrapados, nos saludamos de acera a acera. A mano izquierda, se desgaja la vida de los soldados en su amansamiento cotidiano: corriendo en la pista, chapeando, pintando la reja sin fin que da vuelta a la manzana del Antiguo Colegio Militar y demás naderías. Dijera mi suegro “Cada quien”.

Afuera del metro saludo al don de los dulces, compro un Carlos V y le pregunto por su señora –que suele acompañarlo entre clorets, cigarros, halls, chocolates, cocadas y demás confitería-. “Se la llevó el pinche bicho joven, ni hablar, qué le puedo hacer, hay que seguirle chingando…” me pierdo en el agujero negro sin fondo de sus ojos. Alcanzo a balbucear un “lo siento, en verdad”. Lo dejo atrás en su desvencijada faena golosinera. La entrada del metro succiona uno a uno a sus comensales cotidianos: el festín urbano ha comenzado. Ojalá que lo que sea que esté allá arriba, abajo, o en la omnipresencia los acompañe. Vía telequinesis les deseo suerte pues la constante en la vida es la pérdida.


Calzada México-Tacuba

Proseguimos a paso lento entre migas con otros caninos, los buenos días entre desconocidos y el ruido ensordecedor por la “renovación” de la México-Tacuba: obra sin fundamento y lógica alguna, mas la de repartir el atraco de nuestros impuestos entre los cerdos. Llegamos al restaurante Chon y Chano que abrió sus puertas por allá de 1967 en la esquina con Salvador Díaz Mirón, dicen que se come bien. Un enjambre de trabajadores de la construcción rodea un puesto de tamales y atole: la dieta diaria de los que no se rajan. Cruzamos la calle pasando a un lado de la capilla de nuestra Señora de la Merced de las Huertas, un vestigio del siglo XVII que funge como metáfora de los años, del frenesí, de otra vida. Llegamos a la encrucijada de la Calzada con Mar Mediterráneo donde uno de los miles de puestos de “hamburguesas al carbón” que pululan en la aldea capitalina se desdobla como transformer para iniciar la jornada. Tengo la sospecha que son parte de un sindicato de hamburgueseros mafiosos, acá todo es posible. Caminamos con tranquilidad hasta llegar a las vías del tren en F.F.C.C. de Cuernavaca. La mirada droguirina hacia el horizonte me indica que tomemos el riesgo y nos aventuremos más allá del metro Popotla, confío en su sensatez perruna.


Árbol de la noche triste

Avanzamos a un costado del parque Cañitas, observamos a los remedos de “runners” perderse en sus laberintos a contra reloj reclamando al mundo que ellos no van a parar ante la debacle. Hace años llegué a correr en el estadio Xalapeño más de 20 km de un tirón. ¿En qué pensaba en aquella época? Hay que saber retirarse de la juerga cuando aún nos queda algo de dignidad. Me da pereza verlos. Volteo la vista hacia la otra acera “The Gym Silver” en la misma constante a través del cristal que da a la avenida: desesperación porque todo vuelva a ser como antes. ¿Qué fuimos antes? Nos alejamos a paso veloz. Más adelante, decidimos sentarnos en una banca a reposar y seguir en el fisgoneo. Contemplo lo que queda de aquel mito del árbol, de Hernán, de la noche, y de lo triste que sigue el entorno. Le pregunto a droguiño que si le agrada el paisaje urbano. Con desgano me mira confirmando que estamos en la misma sintonía, es un sabio. A lo lejos una pareja discute acaloradamente, ella decide correr y él da la media vuelta encabronado. Tiempos cíclicos una y otra vez hasta el infinito. La brisa matinal me deja pensando en los mitos y fantasmas que pululan por aquí. Escucho el rumor de las ánimas vagar entre el viento. “En este árbol lloró Hernán Cortés después de la derrota ante los defensores Aztecas” “Conmemoración de los 500 años de la noche victoriosa 30 de junio de 1520-30 de junio de 2020” dice la reluciente placa. ¿Mar Blanco o Instituto de Higiene? Damos paso redoblado por la calle de Higiene para exorcizar los espectros. Una pareja de ancianos camina de la mano con una bolsa de bolillos y un paquete de jamón. Su cháchara me inyecta una dosis de realidad: las cosas simples, lejos de la barbarie tecnológica que nos idiotiza, es lo que nos otorga cierta tranquilidad y discreta felicidad. Los dejamos atrás por la callecita que nos arrastra hasta topar con una cerrada que me parece familiar.


Cerrada de Cañitas

Mientras avanzamos damos con la ubicación de un edificio maltratado. El letrero en el mismo lugar desde hace años está renovado “Se renta cajón con espacio amueblado para una persona $4,000”. Recuerdo justo cuando visité esta dirección: Un don me llevó a lo más profundo del estacionamiento y con sensata ridiculez me dijo: “Aquí está el cajón joven” para después abrir una puertecita e introducirme en un espacio justo para la humanidad de un Hobbit -de dos por dos- con una catre jodidísimo, un intento de escritorio y una taza de baño envuelta en todo el salitre del mundo. “Supongo que tiene carro para que aproveche el cajón mi gallo”. Mi ignorancia provinciana se despejó al saber que así le denominan acá a los espacios para estacionar los vehículos, son oro molido. “Resuélvame mañana porque tengo gente en espera” Supe entonces que había llegado a la ciudad del oprobio y el gandayismo. Días después el anuncio ya no estaba. ¿Quién carajos vivirá ahí? Seguimos la ruta hasta llegar a la casa de un tal Trejo, un farsante que no merece mi atención, pero mi civilidad como guía turístico me impulsa a comentarle a mi peludo amigo que tras el portón negro vive un simio timador, que bravuconea eternamente contra un sasquatch que ahora compite por una diputación y que el primer primate publicó varios libros infumables. Sin lugar a dudas la vida es absurda.



Mares, ríos y lagos

Damos vuelta en el callejón de Vereda Nacional. Todo es silencio y paisaje pueblerino, atrás dejamos el ruido urbano. Asemeja a ciertas calles de Coatepec, Ver. Me siento cerca del terruño. Llegamos a la desembocadura de posibilidades: Mar Rojo, Mar Kara, Cda. de Mar Kara, Mar Blanco, Mar Adriático, Lago Garda, más allá Lago de Chapala, Lago de Como. Decidimos perdernos en el oleaje de Mar Kara. Nadamos entre patanería electoral pegada por todos lados, pinches cínicos. Drogui hace lo suyo meando un cartel tirado en la banqueta. Aplaudo su actitud. La guaracha suena en un edificio cercano. El aroma de las fondas me regresa la cordura. Recuerdo la ausencia de los que dejaron huella en esta calle: Don Ramón el de la farmacia de Cda. de Mar Kara colgó los tenis el año pasado, la Sra. Martina vecina que vivió enfrente no volvió a experimentar una mañana desde hace tres semanas, el viene-viene de la zona también desapareció, dicen que le dieron a guardar un fierro. Caminar es dialogar con las ciudades, tomar su pulso, olfatear su historia, y comprender nuestro presente desde al anonimato.


El regreso

Tomamos el último descanso al pie de una frondosa jacaranda. Droguiño bosteza y observa en lontananza. Este microcosmos que late día con día entre desembocaduras de ríos, espuma de mares y remanso de lagos, son parte de una ciudad dentro de otra ciudad que forman todas las ciudades que dan vida a la inefable CDMX. Imposible abarcarla en su complejidad y totalidad. Sin duda, esta urbe es una droga dura: una vez inhalada, jamás volverás a ser el mismo. Te escupe las veces que sean necesarias para hacerte entender lo diminuto e intranscendente que eres. Algo dentro de ti se rompe cuando la habitas y también algo nace en ti cuando la penetras. Monstruo que genera adicción por la belleza de sus avenidas, la magnitud de sus construcciones, lo aplastante de su dinamismo, lo inenarrable de sus historias, y por todas las noches de bohemia en las que me he perdido, gozado y descalabrado con soberana desfachatez. Maldita ciudad, llevaré tatuada tus calles, tu smog y tu dicotomía perpetua en la cartografía de mi vida porque no tengo forma de negarte: te detesto y te anhelo en el subconsciente. Eres mía porque me he aventado un tiro contigo todos estos años. Porque aún conservo algo de esperanza y sé que me la debes, cabrona embustera. Son las 8:50 de la mañana, regresamos a casa montados en un pez vela admirando la cotidianidad de los que habitamos las costas de la Anáhuac.


Puedes seguir la ruta dando click aquí


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