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Foto del escritorSergio Santival

Juventud es rebeldía; rebeldía es amar

A mis amigos y amigas


Vivimos en un mundo roto, no cabe duda. Vivimos después de que el sueño de la razón fracasara y cayera por su propio peso. Vivimos en una época en la que la transformación tecnológica avanza a una medida increíblemente veloz. Vivimos en un mundo en donde lo que impera es lo normal, en donde la violencia llega a ser tratada con indiferencia, en donde importa más el qué dirán que el qué digo y preocupa más el qué hacen que el qué hago. Un mundo en el que se destruye la naturaleza con fines humanos y pocas veces hacemos algo para intentar cambiarlo; en el que hasta de la tragedia se hace comedia, en el que nos hemos acostumbrado a olvidar-nos. Las relaciones parecen reducirse a ceros y unos, a momentos en los que se deben refrenar las emociones y los sentimientos, incluso a mera palabra vacía y esporádica. Y no hay aquí juicio de valor, sino tan sólo descripción. En otros ámbitos, como la navegación web, nuestra actividad es rastreada y nuestra conducta utilizada para que un conjunto de operaciones matemáticas intenten determinar con fines de consumo qué nos gusta, qué no nos gusta y, a partir de eso, qué haremos, qué veremos; todo lo cual tiene como movimiento resultante la búsqueda por determinar-nos. Y en medio de todo eso, una pandemia que por más que en muchos ámbitos ha arrasado y transfigurado semejante mundo, en otros parece pasar desapercibida.


El pensar ya no piensa, ya no se busca la verdad con lo otro sino antes bien la imposición de la postura propia. Todo tiene que tener una especie de justificación cuasinumérica, todo tiene que ser verificado y verificable, cuando no por la técnica, sí por la opinión popular. El misterio se ha olvidado. El simple y sencillo ser no vale aquí. Hemos olvidado el llorar y el reír sinceros. Hace falta fe, hace falta amor. En palabras de Kierkegaard: “no es reflexión lo que le falta a nuestra época sino pasión”.[1] Sí, nos hace falta pasión: pasión por lo que hacemos, por lo que añoramos y anhelamos, pasión por la vida y por la muerte -porque vivir es morir a cada instante en magnitud proporcional-; nos hace falta amar sin esperar algo a cambio, amar sin dudar, sin preguntarnos si está bien o está mal, reventar de amor y expresarlo en todas las formas que nos sea posible: escribir una carta, leer poesía, cantar a todo pulmón, gritar «¡Te amo!» en medio de la calle, hacer el amor con el alma y con el cuerpo, mirar el cielo por las tardes, decir lo siento, decir me atrevo; comprendernos y sentirnos verdaderamente humanos: afectivos, imperfectos, finitos, inciertos y perdidos, tan sólo peregrinos. El mundo en el que vivimos parece intentar, por muchas vías, hacernos olvidar todo eso, como si estuviese mal, y parece todo el tiempo susurrarnos: «Desiste, no vale la pena». El odio, la competencia imparable y el ruido constante se han apoderado del mundo. ¿Es que alguna vez ha sido distinto?


¿Qué significa ser joven en un mundo como éste? ¿Acaso no le está dada a la juventud la tarea de transformar el mundo que habita a través del ímpetu de la vida nueva, del vigor de la valentía y la osadía inquebrantables? ¿Acaso no a la juventud le compete cuestionar lo que se ha asentado en los suelos desgastados de su mundo para arrancar lo podrido y devolverle su fertilidad? ¿Acaso no son los jóvenes quienes como Prometeo deben robar el fuego a los dioses para dárselo a la humanidad? ¿Acaso no son los jóvenes quienes con su brío se atreven a dar el salto al abismo de lo incierto, dispuestos incluso a morir en el intento porque sin saberlo saben que vivir es morir infinitas veces para resucitar infinitas más? ¿Acaso no es la juventud esa chispa tempestuosa que se atreve a desafiar al sol incontables veces? Los juegos etimológicos aquí no sirven de nada porque no logran evocar la emoción que habita en el corazón de quien es joven. Jóvenes somos nosotros.


El joven es, en muchos sentidos, el rebelde por antonomasia: ese que se opone al sistema de engranes y remaches invisibles en el que buscan hacerlo entrar a la fuerza para uniformarlo; ese que se atreve a confrontar los estándares que le son impuestos porque al preguntar por su por qué, ha descubierto que en realidad carecen de fundamento; ese que teme más perder su libertad que perder los vínculos que le impiden volar tan alto como quiera; ese que frente a su condición mortal está dispuesto a dar su ser en un intento por realizar un acto que le conceda la inmortalidad. Ese que detesta el cautiverio de lo normal y decide hacer todo lo posible por superarlo; ese que no duda en afirmar «yo soy» y que, a su vez, no teme decir también «yo me equivoqué».


En el fondo ser rebelde significa, antes que cualquier otra cosa, amar: amar un ideal, un tal vez, una estrella distante; amar la vida, amar el amor, amar el deseo y el sentir; amar la libertad, amar el misterio, amar el ser, amar el existir. Todo lo cual implica, sin embargo, amar el mundo, por más roto que esté, porque se tiene la esperanza certera de que siempre se puede y se podrá hacer algo para transformarlo. El verdadero rebelde es el que ama, el que espera, el que cree, el que ríe a carcajadas y el que llora cascadas; el que se rehúsa a ser uno más, el que prefiere desgarrar su alma antes de sufrir la derrota del hubiera, el que se hace cargo de sí mismo, el que empuña sus posibilidades y responde siempre por sus actos con la frente en alto sin buscar alguien más a quien culpar. El rebelde es el que en cada acción tiene el valor suficiente para enfrentarse al mundo desgastado en aras de alcanzar por fin una utopía. Hay que despertar ese valor de nuevo.

Los jóvenes somos nosotros, los rebeldes debemos ser nosotros. Ése es el único deber que deberíamos seguir. A nosotros nos es encomendado buscar vías por las cuales caminar senderos inexplorados que permitan recordar quiénes somos, que al transgredir lo que damos por supuesto nos lleven a recordar que en el fondo todo es pura posibilidad, que en el fondo somos pura posibilidad: somos nada para serlo todo. Es cierto: estamos ahogados en la incertidumbre, en el pesar y en el dolor de nuestro mundo, pero por eso mismo hemos de dejar de una vez por todas que la chispa que habita en nosotros libere su energía para iluminar la oscuridad que nos abraza. Y aquí cabría acaso recordar a Agustín de Hipona, para quien lo que resultaba primordial era la libertad que encuentra su fundamento en el amor; recordar, pues, el “Ama y haz lo que quieras”.[2] Sólo así, cuando el paso del tiempo quizá un día nos arrebate el ímpetu, la valentía y, también, la testarudez que hoy nos mueven a hacer tantas cosas, ni siquiera el gran titán Cronos podrá robarnos la satisfacción de poder decir: «Alguna vez fui joven verdaderamente».


Los jóvenes somos nosotros. Recordemos entonces que juventud es rebeldía, y rebeldía es amar.

[Suena “You Get What You Give” de New Radicals]




Bibliografía


Fischl, Johann, Manual de historia de la filosofía. Trad. Daniel Ruiz Bueno. Barcelona: Herder, 1955.

Kierkegaard, Søren, Temor y temblor. Trad. Vicente Simón Merchán. Madrid: Alianza, 2019.

Notas [1] Søren Kierkegaard, Temor y temblor (Madrid: Alianza, 2019), p. 117. [2] Agustín de Hipona, apud., Johann Fischl, Manual de historia de la filosofía. (Barcelona: Herder, 1984), p. 139.

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