El local de fiestas frente a la playa, aún en preparación gozaba de la ausencia de invitados. Los empleados, encargados de poner los manteles, los trastes, las velas y las flores. Sillas en las mesas, candeleros y velas. Las pequeñas botellas de bacanora y otras piezas de ornamenta. En silencio marchaban con diligencia.
Moira y la novia desaparecieron en un almacén, improvisado como salón de maquillaje para retocar a la recién casada. Él permaneció desinteresadamente hablando nimiedades con el novio que celebraba su himeneo.
Del primer carro que llegó, bajó una señorita de vestido rojo satinado y zapatillas negras. De cabello castaño y peinado de salón. Sus mejillas brillaban con un color bronce que desaparecía en el negro de sus ojos gruesamente delineados. Caminó por una pequeña rampa ascendente del estacionamiento al local, empolvando el vestido de fina arena... Lo notó, pero le mostró futesa al hecho y caminó hacia ellos. El novio y ella se saludaron con un beso, felicitaciones y un abrazo. Quedando prendados en una conversación.
Él se quedó pensando en la rampa por donde había caminado la señorita, preguntándose si acaso fue hecha para cuando uno de la pareja de novios tenga discapacidad. Pero casi de inmediato se rio ligeramente de lo absurdo de su idea, pues pensó que también podía ser para otros. Invitados. Discapacitados.
Más carros arribaron como en bandada. Ataviados en elegantes prendas, bajaban sus pasajeros y uno, a él le llamó la atención. Se le figuraba a Juanito. Un Juanito bien vestido, con su corbata roja contrastante en su camisa blanca y traje de negocios oscuro. Le pareció que Juanito estaba más gordo. Más ridículo. Sus lentes de sol le recordaban a los que usaba él, en los años después del dos mil.
Juanito era el cuñado de la prima de la mujer que estaba casada con él. Mientras Juanito demoraba su entrada al local, él pensaba qué hacer. ¿Será? El gordo estaba parado frente a un carro que él no le conocía y dentro, una figura femenina se aplicaba algo en el rostro y acicalaba su cabello rubio. Ha de ser su esposa, pensó él. Y sí. La mujer bajó del carro y a él le quedó claro que era Juanito.
Recordó una conversación que tuvo en la mañana con Moira, una empresaria que organizaba eventos y a quién él acompañaba ocasionalmente cuando eran fuera de la ciudad. Decía en casa que salía por negocios, pero los negocios eran Moira.
Él amaba a Moira y principalmente por eso la acompañaba, aunque a la gente de los eventos les decía que él, era solo el chofer. Ella le comentó temprano, cuando aún venían por la carretera, que le sorprendía lo mucho que a él le valía madres las cosas. Él, frívolamente no lo negó.
Las palabras le hacían eco ahora que aparecía el chingado Juanito y se sentía idiota ante la seriedad. En un acto de evasión franca y aprovechando que nadie le daba importancia en esos eventos, miró hacia atrás para toparse con la belleza abrumadora del Mar de Cortez al atardecer y tranquilamente salió caminando por esa parte del local hacia la línea oscura que se forma en la arena de la playa e indica que, hasta ahí llega el agua.
Muchas veces anteriores él había estado parado ahí, haciendo nada más que respirar. Profundamente. Pensando en la pureza del aire y la salud que le da. En partículas de oxígeno entrando por su tracto respiratorio. Llegando a presión hasta el último recoveco de su cuerpo.
Nunca había estado ahí con una congoja y en esta ocasión tampoco sería la excepción. Los nervios se le calmaron y se relajó. Volteó de vuelta al local que Moira antes del inicio de la boda de hoy, había recorrido con él.
- Cuando entren los novios, entrarán por esa rampa,- dijo Moira señalando a una rampa que descendía del local al estacionamiento de carros.
- Y cuando sea su boda civil, bajarán por esta otra,- agregó señalando a otra rampa que descendía del local a la arena de la playa.
- Y a las ocho y media, habrá un happening.
- Suena divertido, Moira,- le contestó sonriendo, pero sin entender qué era eso del happening.
En ese mismo momento, le entró un mensaje de voz de Moira diciéndole, -ya me voy a ocupar, pero te quiero decir que enseguida hay un restaurante y sirven buen café. Dejé unos billetes en el carro para que los tomes y te compres algo. Te amo, ciao.
Él le contestó con un emoji y regresó su mirada a las olas diminutas que acercaban el agua a centímetros de sus pies. Caminó veinte metros hacia una mesa en la arena con una sombrilla playera grande y frondosa. Pidió un café al mesero y le dijo que se lo trajera mientras él iba rápido al carro por su mochila de trabajo. Salió por la puerta de enfrente del restaurante y caminó por el estacionamiento donde había iniciado su displicencia pensando, chingue su madre el Juanito y su vieja también.
Pasó la tarde viendo el atardecer y leyendo los cuentos del New Yorker. Sorbiendo café y dos limonadas de treinta pesos hasta que Moira le llamó para decirle que había acabado. Esta vez no nos quedaríamos, pues ella manejará hacía el siguiente destino.
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