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Epitafio: “¡Adiós patriarca, adiós!”



Allá donde la tierra es roja y el sol alumbra los sembradíos de frijol dejó de rugir el León. Padre, abuelo y tío de propios y adoptados, fue parte de la vida de cientos que hoy lloramos su ausencia.

Como buen líder supo guiar a su familia con el ejemplo. Mostró el significado de paciencia y respeto al recordarle a su esposa cuanto la amaba cuando a ella su mente le fallaba; nunca la dejó, fueron fieles compañeros, un amor para la eternidad. A sus descendientes les dio bastas alegrías y trató de estar a lado de quien lo necesitara, dejó algunas citas pendientes que las energías ya no quisieron cumplir, aún así se sintió su presencia.

Un día recuperó su dentadura ya hacía años perdida y volvió a sonreír. Gallardo como en su juventud, recuperó algunos años perdidos y la confianza que los dientes fuertes dan. Su sonrisa solo se desvaneció con sus pérdidas. Fue el mayor de sus hermanos, vio partir a la mayoría y no le quedó de otra que soltar algunas lágrimas y seguir, la muerte no lo esperaba aún. Hasta este 1 de noviembre esperó, ya más por sus ruegos que por gusto se lo llevaron a rugir al más allá, ahora cada trueno nos recordará su sosegado rugir con el que unía a su familia.

No hay palabras que hagan justicia a una vida tan noble, es por eso que nos quedamos con el recuerdo de verlo sentado en la sombra afuera de su casa, contemplando el paisaje mientras vivía cada segundo sin prisa y sin solemnidades, dejándose llevar por el viento a paso seguro. ¡Adiós patriarca, adiós! No será posible olvidarte. Tu nieta que te ama.

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