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En el abismo de la locura, más allá de la razón

Quizá lo que sucede es que está tan cuerdo que parece loco; quizá por eso lo medican, lo resguardan y lo aíslan, porque no lo entienden, no logran comprender lo que piensa, lo que ve como lo ve cuando lo ve. Quizá la locura no sea más que un estado sublime y diáfano de lucidez. Quizá la mirada clínica y científica, la frágil rigidez de lo normal y los grilletes de lo cotidiano algún día puedan ser superados por la Verdad misma: quizá el loco sea el más cuerdo de todos.

Es justo esa posibilidad la que convoca estas olas de tinta que buscan arribar a las playas del quizás: ¿podemos acaso hablar de la locura montados en una mirada que no sea la de la segregación, el asco o el espanto?, ¿podemos hablar de la locura como un camino que nos lleva a la Verdad que con tanto ahínco se han dedicado a buscar todos aquellos que alguna vez han expresado algo acerca del mundo? ¿Y por qué no? El mismo Platón fue capaz de dar un giro a su pensamiento más maduro y estructurado, ese que expuso en su República, donde únicamente el filósofo debe gobernar porque sólo él conoce la verdad;[1] ese Platón híper-racional fue superado por el místico Platón, que en el Fedro logra sintetizar los elogios que antes había hecho a la inmortalidad del alma, a la belleza, a eros y a la búsqueda del conocimiento del ser y, por tanto, de la Verdad, todo a través de la locura: “En efecto, tanto la profetisa de Delfos como las sacerdotisas de Dodona es en estado de locura en el que han hecho a la Hélade, privada y públicamente, muchos hermosos beneficios, en tanto que en el de cordura, pocos o ninguno”.[2]

Es justo aquí donde las olas comienzan a hacerse peligrosas, pues ciertamente peligroso puede resultar hablar del loco como de un héroe. No porque la locura sea mala, sino más bien porque ese mismo carácter de impulsora hacia la Verdad que podemos otorgarle a lo irracional, comporta el riesgo al que temen la normalidad, la cotidianidad, el “se dice que”: el riesgo de que en realidad las cosas no sean como normalmente pensamos que son, como cotidianamente creemos que son, como “se dice que” son. El mismo Sócrates nos confiesa que “el caso es que los bienes mayores se nos originan por locura, otorgada ciertamente por divina donación”.[3] La pregunta entonces resulta en qué es la locura. ¿Impulso? ¿Manía? ¿Frenesí? Tal vez la respuesta sean todas de manera simultánea, pero no sólo simultáneas entre ellas, sino también simultáneas a lo que sea que sea la Razón, pues ciertamente no puede haber locura si no hay razón. ¿Acaso no fue esto lo que Nietzsche atisbó muy bien desde su juventud?

En algún apartado rincón del universo centelleante, desparramado en innumerables sistemas solares, hubo una vez un astro en el que animales inteligentes inventaron el conocimiento. Fue el minuto más altanero y falaz de la «Historia Universal»: pero, a fin de cuentas, sólo un minuto. Tras breves respiraciones de la naturaleza, el astro se heló y los animales inteligentes hubieron de perecer.[4]


Y es que si no hay verdad, ciertamente no hay mentira; y sin embargo el filósofo alemán, tan certero como en todos su escritos, deja entrever que la sentencia no es absoluta, pues con «el minuto más altanero y falaz» se nos descubre que no es que no exista la Verdad: lo que sucede simplemente es que nunca la alcanzamos cuando sólo nos valemos del conocimiento. Y no piense aquí, estimado lector, que estoy divagando, pues si hago esta anotación es tan sólo para dar una razón más, ciertamente implícita, de por qué con la locura podríamos alcanzar lo verdadero.

Los místicos medievales lo vieron muy bien, pues comprendieron que la sola Razón no puede dar cuenta de los misterios de la Fe, y que, no obstante, esta Fe sólo puede alcanzar su máximo desarrollo cuando sus raíces se hunden completamente en la Razón. Pseudo Dionisio Areopagita, con su no-conocimiento, lo hace explícito, al igual que Eckhart y su no-nada: Dios es lo que está más allá de todo conocimiento meramente racional. La Fe se vuelve heraldo de lo irracional, y quizá por eso hoy en día la imagen del piadoso arrodillado, pidiendo fervientemente por un milagro, muchas veces nos llega a parecer ilógica, irracional, en una palabra, locura.

Vista así, la locura quizá podría parecernos un sin-sentido, una privación de la razón, como de hecho la define el Diccionario de la Real Academia Española. Pero, vista así, ¿no es cierto que el mundo entonces se nos revela como un mundo cuya esencia es precisamente la locura? Porque ciertamente el mundo está lleno de sin-sentidos, como el de que el bueno muere antes que el malo o que el injusto parece disfrutar más que el justo; que nacemos para morir o el de que hay algo cuando de hecho pudo no haber habido nada. Una guerra, una pandemia, una tragedia, todas ellas carecen de sentido tanto como el vivir para morir, el ser Sísifo todos los días, a todas horas, durante toda nuestra vida.

Es cuando nos percatamos de esto que la imagen de lo que comúnmente entendemos por locura comienza a desbaratarse, cual espejo que se resquebraja frente a nosotros una vez que lo hemos tocado. Porque cuando pensamos nuestra realidad de esa manera, la locura se nos ofrece como vía a través de la cual poder alcanzar la Verdad que se nos escapa siempre, esa que sólo por momentos inefables podemos experimentar. Y es justo eso lo que la mística busca mostrarnos, de Platón a Francisco de Asís o Juan de la Cruz, desde el Pseudo Dionisio Areopagita hasta Heidegger. Del griego mystikós, que hace referencia a lo oculto, la mística deriva en frenesí de irracionalidad, de no-conocimiento, ausencia de cordura, en fin, experiencia de locura. Pero no por ello debe ser desdeñada y desechada, no por ello debe verse arrumbada y tomada con mofa, tal y como muchos, víctimas del cientificismo y el positivismo en cualquiera de sus manifestaciones, suelen hacer. El Fedro de nuevo es revelador en este sentido, pues allí Platón no sólo redime al poeta, sino que al redimir a la locura redime nuestro mundo, el mundo de las sombras en la caverna, el mundo del devenir, el mundo temporal y contingente, en fin, se redime a sí mismo. Tres son los estados de posesión que provienen de las Musas: el de la adivinación,[5] el del remedio para enfermedades y sufrimientos,[6] y el de la poesía.[7] Conocimiento, cura y creación. “Tantos son, y aún más, los bellos efectos que te puedo enumerar de la locura que procede de los dioses”, nos dice Sócrates, “De suerte que no temamos al hecho en sí de la locura, y ningún razonamiento nos confunda, amedrentándonos con la afirmación de que se debe preferir como amigo al cuerdo y no al perturbado”.[8]

Ahora bien, no olvidemos que Platón aborda el tema buscando responder una pregunta que no es propiamente la de la locura, sino que más bien se encuentra en los lindes de algo más, eso por lo cual todos, en algún momento, hemos podido tener cierta y verdaderamente un encuentro místico alguna vez: el amor. Y baste como argumento el que todo aquel que lea esto evoque los recuerdos de aquella vez en la que hizo el amor con alguien. Porque no hay nada más verdadero que el hecho de que amando encontramos la Verdad, más allá de toda racionalidad estricta y cuadrada, más allá de cualquier axioma, más allá de las leyes de la realidad material, esas que nunca logran apresar nuestras almas; más allá de toda certeza intelectual, de todo conocimiento. Porque ciertamente el amor es el estado de gracia en el que entramos cuando tocamos el reflejo del alma del otro, cuando se resquebraja el espejo; cuando la locura se nos muestra como manía, como impulso, como frenesí, como vía por la cual poder aprehender la Verdad, esa que tanto han buscado todos aquellos que alguna vez expresaron algo de este mundo. Ciertamente dos almas que se entrelazan al hacer el amor entran en ese estado de locura divina en donde la cordura no alcanza, no basta, no es suficiente, es superada, es trascendida.

Los místicos medievales lo vieron muy bien, pues en el no-conocimiento y en la no-nada lo que perdura es el amor que es Dios. Nietzsche lo vio también cuando escribió que “Siempre hay algo de demencia en el amor. Pero siempre hay algo de razón en la demencia”.[9] Y la pregunta inicial resuena entonces: ¿podemos hablar de la locura como una vía que nos lleva a aprehender la Verdad? Creo que la respuesta que nos ofrece el prisma de la mística puede ayudarnos a decir que sí, y que la experiencia que puede dar cuenta de eso, por antonomasia, es el amor. Así entonces, nos quedaremos cortos siempre que intentemos reducir la locura a una alteración de nuestra mente, buscando despachar el asunto de un plumazo clínico. Veremos al loco con otra mirada, y desearemos por un momento arrancar nuestros ojos para intercambiarlos con los suyos y observar el mundo a su manera. Así entonces, desearemos amar con más fuerza la próxima vez, sabiendo de antemano que en ello habremos de dejar nuestra cordura para dar paso a la Verdad, a ese encuentro del tercer tipo del cual se cantan canciones. No porque la mística se reduzca a la experiencia amorosa, sino porque en la experiencia amorosa se nos descubre de manera más inmediata el encuentro místico, y con él la locura se revela como experiencia que supera lo que pueden decir de ella la clínica, la ciencia rígida, la normalidad, la cotidianidad y el “se dice que”. Porque si la realidad es, en esencia, locura, sólo a través de la locura podremos participar completamente de ella, quizá a través de un encuentro místico propiciado por el amor, en donde lo irracional se torna divino, en donde los dioses son creados, en donde la caída es alta, muy alta: en el abismo de la locura, más allá de la razón.


Bibliografía completa


Nietzsche, Friedrich. Así habló Zaratustra. Trad. Andrés Sánchez Pascual. Madrid: Alianza, 2003.

Nietzsche, Friedrich. Sobre verdad y mentira en sentido extramoral. Trad. Luis Manuel Valdés. Madrid: Tecnos, 2017.

Platón. Fedro. Trad. Luis Gil Fernández, Madrid: Alianza, 2016.


[1] Cf. Platón, República, 473d. Véanse a este respecto, también, las alegorías del sol, la línea y la caverna. [2] Platón, Fedro, 244b. [3] Ibid., 244a, cursivas mías. [4] F. Nietzsche, Sobre verdad y mentira en sentido extramoral (Madrid: Tecnos, 2017), p. 21. [5] Cf. Platón, Fedro, 244a-d. [6] Cf. Ibid., 244d-e. [7] Cf. Ibid., 245a. [8] Ibid., 245b, cursivas mías. [9] F. Nietzsche, Así habló Zaratustra, I, 7.

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