A mi Tata
En realidad no recuerdo a ciencia cierta cuál fue. Según los ecos de mi memoria, el primer libro que leí completo fue El Hobbit, consagrado ya a los clásicos de la literatura infantil. Después de éste tengo el vago recuerdo de haber leído páginas de algunos otros libros, pero nada en concreto, nada particular, no al menos hasta que llegó a mis manos Drácula, de Bram Stoker (otro clásico). Por aquél entonces mi vida tomaría un rumbo que ni en mis sueños más profundos creí que tomaría.
Constantemente leía revistas, cómics y mangas también, y en ocasiones solía curiosear por las páginas de mis libros escolares, además de echar uno que otro vistazo a las colecciones de libros de mi madre, de mi padre y de mi hermano. A los tres, aunque no en la misma medida, los observaba leer continuamente, sobre todo a mi padre. No me ocurría, sin embargo, como le suele ocurrir a otras personas, que del observar la lectura de los demás les brota una curiosidad por el misterio que guardan esos raros cachivaches de papel. Sucede que todos los días veía a uno de mis abuelos -uno de mis más grandes amigos de la vida, en paz descanse-, leer el periódico, sentado en un sillón a un lado de una ventana. La luz que atravesaba el diáfano cristal me resultaba siempre de una cualidad etérea: parecía que el tiempo no transcurría en aquel lugar. No pocas fueron las ocasiones en las que me senté a un lado suyo para leer uno de los libros de su colección Mis primeros conocimientos, y allí, en aquel rincón apartado de los dolores del mundo, se abrieron ante mí por vez primera las puertas del asombro: leí sobre los cielos y sobre las plantas, sobre los animales y sobre el ciclo de la vida. La lectura, pues, nunca me habría de resultar ajena, y el misterio del acto de leer, aunque inefable, jamás me resultaría extraño.
Pasaba el tiempo, y mi abuelo continuaba siendo el mismo: a diario compraba el periódico para leerlo durante el día, sentado en aquel sillón suyo. A veces dormía entre líneas, y cuando despertaba, al acomodarse nuevamente rompía el silencio con el sonido de las hojas del periódico que se movían con él, sonido que ahora, en el horizonte del recuerdo, me resulta tan nostálgico como encantador. Como es de esperarse, no pude yo mantener la estabilidad que los años le habían obsequiado a mi abuelo, y en las diversas transformaciones que sufrió mi espíritu por un tiempo dejé de lado los libros: la pulsión del adolecer me llevó a saborear nuevas experiencias en los páramos del amor y de la amistad, de los placeres mundanos y las vanidades banales, todo eso, ahora lo veo, manchado siempre de un inevitable sentimiento de soledad y de un estar perdido sin saberlo.
Al crecer, en medio de un desgarre amoroso y espiritual fui llevado a leer Drácula. Mi corazón estaba roto, ya por haber terminado una relación de noviazgo, ya por haber experimentado el fallecer de la tía Vicky, quien me enseñó pocos días antes de morir que el mundo es de los valientes. Parafraseando a Stoker, mi corazón se hundió en un profundo estado de melancolía, estado del cual no volvió a salir jamás. Y es que en realidad, muchas personas no le dan crédito al relato de Jonathan y Mina Harker porque las distintas adaptaciones de su historia enfocan al clásico vampiro sin reparar en que el tema esencial de la novela es precisamente la melancolía, la nostalgia, la tragedia, en fin: el silencioso llorar del alma que no puede dejar de amar. Pues bien, por aquellos días el libro de Stoker fue mi balsa y mi refugio: sin saberlo, había naufragado en uno de los tantos archipiélagos de la literatura.
Durante esa misma época, bajo los apacibles cielos de diciembre, la persona más inesperada habría de cambiar mi vida, habría de salvarme: una cálida profesora de Ética me dejó de tarea buscar en la internet acerca de los «existencialistas», elegir a uno de ellos, cualquiera que yo quisiera, y exponer los puntos centrales de su pensamiento. Ahh… revelación sublime, divino presagio del destino: por equivocación alguien hablaba en un blog acerca de Nietzsche, y le llamaba «existencialista». Ahora sé que no es cierto eso, pero, naturalmente, de Nietzsche brinqué a Heidegger, y de Heidegger a Sartre. Después encontré también a Kierkegaard, y sin darme cuenta el archipiélago de letras en el que naufragué antes se había convertido en isla; más tarde habría de convertirse en mi país, mi mundo, mi hogar.
Poco después conocí a un genial amor, origen de parte esencial de lo que soy ahora, y cuando por las tardes me dirigía a visitarla aprovechaba el trayecto para leer tanto como pudiese (una de las virtudes del transporte público). Ella me obsequió Ensayo sobre la ceguera, de José Saramago, y jamás olvidaré su nota dedicatoria: «Para que sigas llenando de conocimiento otras mentes». Tan bello es recordarla. En aquellos trayectos leí, pues, entre otros libros, Ensayo sobre la ceguera, Azteca y Cien años de soledad. Éste último también me cambiaría la vida, pues descubrí en él que la magia no hay que buscarla en un lugar más allá de nuestra propia realidad, y que el lenguaje puede llegar a hacer gloriosas operaciones alquímicas con los sentimientos y los pensamientos. Cuando tuve que decirle adiós a ese amor se conjuntaron nuevamente tantas cosas en mi vida que la condición melancólica de mi corazón, que nunca había desaparecido, se exacerbó, y volví a encontrarme sin rumbo y sin camino, perdido entre el ahora y el quizá. Pero esta vez sabía bien qué hacer. Leí Rayuela, El amor en los tiempos del cólera, Kafka en la orilla y El hombre duplicado. Leí a Osho, a Lovecraft y a Orwell, una que otra biografía y algunos manuales de filosofía. Tiempo después tomé la decisión de estudiar esa ciencia inútil, y comencé a leer a los maestros más antiguos: Parménides, Heráclito, Platón, Aristóteles… luego entré a trabajar a un periódico nacional, y más tarde entraría a la sección del suplemento cultural.
Fue por esa misma época que mi abuelo falleció; y cuando el sillón quedó vacío y el silencio no se rompió más por el pasar de las hojas del diario, llegó a mis manos el Fedón de Platón. ¡Milagro! La muerte de mi abuelo era para mí como la muerte de Sócrates, y en las líneas de aquél diálogo -el mejor de todos si usted me lo pregunta- mi alma encontró catarsis, alivio, reposo. A casi 2500 años de distancia, el filósofo que quería ser poeta habló conmigo, me ofreció un abrazo y me dijo: «Te comprendo». ¡Maravilla humana! ¡Magia de los libros!
Con el paso de los meses, en mi trabajo leí y escribí y aprendí a mejorar la manera en la que leo y escribo, fui instruido en el arte de editar un texto y encontrar su magia, fui aprendiz de alquimistas de letras, y repentinamente los libros cobraron más vida en mi vida. Decidí, sin embargo, dedicarme de lleno a la filosofía, agradecí y renuncié al trabajo. Pero una ola inesperada se avecinaba hacia mí, y una nueva crisis azotó mi vida: ¿Cómo iría yo a vivir de la filosofía únicamente? Otra vez los libros habrían de ser escuderos míos en la lucha contra las monstruosas quimeras de mi angustia. Encontré las Confesiones de Agustín y Los nombres de Dios de Pseudio-Dionisio Areopagita; El espejo de las almas simples de Margarita Porete y la Crítica del discernimiento de Immanuel Kant; Temor y temblor de Søren Kierkegaard, El mundo como voluntad y representación de Arthur Schopenhauer y Ser y tiempo de Martin Heidegger, y de nuevo me sentí comprendido y me supe en libertad de poder ser humano: los libros decían lo que mi alma callaba y escuchaban lo que mi corazón gritaba.
Parece curioso que una hoja de papel contenga tantos sueños, tantas emociones, tantas ideas. Pasión, pasión y más pasión, búsqueda de la verdad y por tanto también de la belleza, deseo de lo infinito, ansia de lo real. El libro, que tantas veces se desdeña hoy en día, revelado como puerta para iluminar los abismos más oscuros de nuestras almas, como artefacto para transformar el mundo, como laberinto para comprender nuestros más recónditos enigmas. El libro que no es libro nada más, sino que es también amigo, amante y acompañante. El libro que es consejo y es ayuda, que es susurro y es ternura. El libro que abraza y besa y cura al alma. Como la música, las páginas de un libro nos ofrecen siempre una melodía inefable que podemos escuchar cuando nadie más nos puede dar consuelo. Miles de millones de posibilidades de existir, maneras infinitas de pensar y de amar. Los sueños, los temores, las angustias y los deseos; los des-cubrimientos, las reflexiones y meditaciones, las fantasías y las utopías. Todas esas cosas que no son más que el reflejo de nuestro espíritu vital.
Al final me pregunto: ¿qué sería de mí sin los libros? Ciertamente sería como cualquier otra persona, pero el horizonte desde el cual me comprendo se vería limitado. Y en realidad no habría ningún problema con eso, pero… una vez que los libros me han mostrado que el mundo es mucho más vasto de lo que puedo llegar a pensar, que yo mismo soy más de lo que puedo parecer, me pregunto si me gustaría vivir sin mis hermanos libros, sin recorrer miles de sendas por las cuales encontrar nuevos secretos de la vida, y por tanto de la realidad misma. Y es que en rigor no es del todo cierto: ¿qué sería de mí sin los libros? A decir verdad, quizá no estaría en este momento escribiendo estas líneas; quizá hubiese desistido muchas veces ya del vivir, quizá me hubiese hundido en un infierno propio sin poder salir nunca más de él. Los libros me han obsequiado esperanza e inspirado fe tantas veces…
En ocasiones puede resultar difícil leer y comprender lo leído, encontrar sentido a las palabras escritas, entender el significado que guardan los versos y la prosa. Pero nada sabe más y mejor que el descubrir una parte nueva de uno mismo a través de todo ello; allí se hallan la respiración profunda y el suspiro, el asombro y el milagro. No leemos porque queramos saber más, o sentir más o comprender más: leemos porque queremos encontrarnos. Y aunque no hay mejor manera para lograr esto que el vivir mismo, cierto es que en medio de las tormentas más oscuras uno de los mayores y mejores refugios es, y será siempre, el refugio de un libro.
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