“Al pasajero nada has de preguntar, no más que de tu tiempo él tiene necesidad”
Fueron las palabras que el joven reemplazo recibió del anciano capitán quien descendía del transbordador, ¿una bendición? No podía definirlo, pero percibió que no era así.
El navío, envuelto en una atmósfera ajena a ser reconfortante, flotaba como espectro sobre el brumoso río. Su ruin estado no predecía comodidad, aunque esto tenía sin cuidado al marino, puesto que solo una noche tomaba alcanzar la rivera opuesta.
Tras bastantes millas lejos de la orilla y una extenuante búsqueda, cayó en cuenta que en la nave no había señales de otros miembros de la tripulación. Él sabía de barcos con posturas entre su personal reacias a aceptar extraños, atribuyendo a esto tan poca hospitalidad.
Su búsqueda tomó el día entero, condenando su retorno hacia la sala de control a una penetrante obscuridad espectral.
Fue a la mitad del recorrido que, tras adaptar su visión a la escasa luz, vio la negra silueta de un hombre trajeado y ensombrerado en la barandilla de cubierta. Por fin encontró al pasajero anunciado y se dirigió a hacerle compañía. Una vez estuvo a pocos pasos, el capitán preguntó si necesitaba algo en aquella travesía. Al percibirlo, el sujeto giró, mostrando una extremadamente pálida faz contrastante con sus negras y vacías cuencas oculares, y exhibiendo una inhumana sonrisa, señaló su muñeca pidiendo la hora al aterrorizado marinero.
Este fatídico gesto disparó un envejecimiento extremo en el joven capitán, arrojando su cuerpo al filo de la muerte, frágil, famélico. Una momia en vida.
Era nebulosa la mañana cuando el transbordador arribó. De él no bajó alma alguna excepto su anciano capitán, quien notó en el muelle a su joven pasado presto a reemplazarle, a quien profirió:
“Al pasajero nada has de preguntar, no más que de tu tiempo él tiene necesidad”
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