Es curioso cómo en algún momento se exilió al mito a los páramos de lo falso, excluido a la pura fantasía carente de sentido, mientras que la ilusión ha logrado perdurar escondida en los rincones del ocio: la ilusión de la luz que se transforma en figuras proyectadas en una pantalla; la ilusión del flujo de palabras que crean y recrean imágenes en la mente de quien las lee; la ilusión de enunciados que dan risa, ilusión-dibujos, ilusión-videojuegos, por ejemplo. Por un lado, en nombre de la verdad hay que expulsar cuanto antes al creador de falsedades, al falsador, y que no quede rastro de él. El alquimista de ilusiones, por el contrario, todo poeta, en sentido estricto: todo creador, puede ser visto como tal sin ninguna carga de juicios negativos sobre sí mismo siempre y cuando no atente contra lo que cada época establece para sí misma como válido y verdadero (rezago de la idea platónica del arte).
¿Pero es así realmente? ¿El mito quedó superado tal y como la razón ha intentado demostrar a través de la narración del origen de la racionalidad (en el principio era el mito, que posteriormente se transformó en razón, lógica bien fundamentada)? Aún hoy escuchamos en charlas cotidianas frases como «Eso es un mito» o «Son puros mitos», e incluso pervive el adjetivo «mitómano», derivado de la mito-manía que, según la RAE, es la tendencia a desfigurar lo real de algo real que se quiere enunciar: el mito, se ve ahora de manera más clara, reducido a la mera falsedad. Si bien muchas interpretaciones injustas han hecho de Platón un enemigo acérrimo de las imágenes y los poetas a partir de lo que menciona al respecto en el libro X de su República, el ateniense no luchaba contra todo poeta, contra toda creación, sino tan sólo contra quienes expresaran falsedades de la realidad y las mostraran así a los demás, vale decir: contra quienes no ven las verdaderas Formas, y por tanto no las expresan. Ciertamente se encuentra aquí el germen del desdén que mostrará luego la razón hacia el mito, pero, estimado lector, ¿cómo afirmar aquí que Platón arremetía contra el mito sin más luego de reparar en que muchos de sus grandes pasajes son eso mismo, y aún más: en que la primera gran culminación de la filosofía se engendró, precisamente, en los Diálogos de alguien que quería ser poeta, que en el fondo no son más que relatos, narraciones, a fin de cuentas: mitos? El mito del andrógino (en el pasado, cada uno de nosotros era un ser constituido de dos cuerpos; Zeus nos cortó por la mitad; desde entonces, cada quien busca su otra mitad para volver a aquella unidad perdida —las raíces del Romanticismo ya desde Platón). El mito de Er (al morir, cada uno de nosotros debe atravesar el río letheo, el río del olvido, para encontrar su daimon —la voz del alma— y ver qué nueva vida llevará o, por el contrario, desprenderse por fin del cuerpo y alcanzar el plano de las Formas). O el precioso mito de la caverna (un grupo de prisioneros en un antro, que desde niños han crecido encadenados allí, piensan que las sombras proyectadas en la pared que siempre observan son lo real; uno de los prisioneros es liberado, sale de la caverna y contempla lo que hay allí afuera: las montañas, el río, el sol y otras estrellas, sólo para volver a aquella prisión de piedra en un intento por salvar a sus compañeros…).
Aristóteles lo vio bien: todos los seres humanos, por naturaleza, deseamos saber; todos “comenzaron a filosofar al quedarse maravillados ante algo, maravillándose en un primer momento ante lo que comúnmente causa extrañeza”, y agrega: “Ahora bien, el que se siente perplejo y maravillado reconoce que no sabe (de ahí que el amante del mito sea, a su modo, «amante de la sabiduría»: y es que el mito se compone de maravillas).”[1] ¡La maravilla como origen de la filosofía! ¡La filosofía engendrada por el mito! ¡La filosofía misma como forma del mito! Borges lo sabía, y lo expresó de manera profunda cuando en su “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” afirmó a la metafísica como una rama de la literatura fantástica.
En general, los mitos griegos expresaban ideas y nociones acerca de lo divino, pero también, y sobre todo, acerca de la condición humana tanto en su dimensión desgarradora como en su faceta esperanzadora (mito de Dédalo e Ícaro que muestra que por instantes podemos alcanzar el cielo, aun si al hacerlo hemos de confrontarnos con la trágica posibilidad de caer para perdernos en el abismo). Y quizá por eso no sería equivocado decir que aquellos mitos reflejaban la chispa divina que habita en cada uno de nosotros: nuestra condición finita, nuestra forma mortal, nuestra débil fragilidad, confrontadas todas ellas con nuestra posibilidad infinita, nuestra potencia inmortal, nuestra vigorosa fortaleza: esa cualidad de semidioses que tanto hemos olvidado.
Y aunque aquí nos limitamos a la región griega de los mitos, a decir verdad, creo, podríamos trasladar todo esto a los mitos de otros lugares: mitos indios, mitos egipcios, mitos mexicas y mitos en Japón, pero no sólo a ellos: en realidad, podríamos extrapolar estos breves pensamientos acerca del mito a cualquier dimensión expresiva del ser humano: el mythos reivindicado como ficción en su sentido más amplio: como creación, como poiesis, en una palabra: mito-como-poesía. Así, resulta cierto que la filosofía no es más que creación de conceptos (Deleuze-Guattari), y aún más: toda expresión acerca de la realidad como modo variante del mito. El mito como algo más que pura falsedad; el mito como experiencia estético-existencial, puente tendido entre lo divino y lo mortal, un espejo puesto frente a cada uno de nosotros. En fin: el mito como potencia íntima del ente humano.
Bibliografía completa
Aristóteles, Metafísica. Trad. Tomás Calvo Martínez, Madrid: Gredos, 2011.
[1] Aristóteles, Metafísica, I, 982b, 10-20.
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