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Foto del escritorVictor Daniel Hernández Arizmendi

El dilema eterno: ¿separar al autor de su obra?

Seguramente la mayoría de nosotros ha escuchado alguna vez la siguiente frase, que más bien tiene aires de consejo: “Debes aprender a separar al autor de su obra”, y esto sucede con mayor frecuencia cuando el material es objetivamente bueno, pero la vida del creador es un completo desastre, porque de no ser así, ¿cuál sería el punto de querer separarlos, como si estos no fueran elementos íntimamente relacionados?


Es cierto que averiguar la biografía entera de un autor —para bien o para mal—, cambiará de forma drástica la percepción que tenemos o tendremos de un determinado libro, así como de una película, canción o hasta una pintura. Por lo que, no es de extrañarse que este sea uno de los dilemas más confusos e interesantes con los que se enfrentan los espectadores, al momento de hacer un análisis de una obra.

¿Qué sería lo ideal? ¿Acaso separar la obra del autor, para q

ue el contenido pueda ser evaluado por sí mismo, sin influencias o prejuicios de la vida real? ¿O será mejor opción aún, mantener siempre ligada la vida del autor a su trabajo, ya que así se entendería —y por lo tanto disfrutaría— más? Amabas posturas me parecen razonables, y dependiendo del escenario elegiría una u otra; pero siendo sinceros, nadie ha planteado una respuesta definitiva, así que en este artículo trataremos de encontrarla.

 

Empezaremos por uno de los extremos de este dilema, aquel que plantea que la obra debe considerarse como un ser independiente a su autor. Y uno de los principales representantes de esta idea es el teórico literario y filósofo francés Roland Barthes, quien a esta propuesta teórica la denomina “La muerte del autor”.


Barthes plantea que no existe ningún inconveniente en darle al artista su lugar merecido dentro de su propia creación; sin embargo, el problema es que este lugar privilegiado —que ocupa el nombre del autor—, tarde o temprano entorpece la interpretación de las obras, ya que nos llegan sesgadas o prejuiciadas por las personalidades de quienes las componen, sin importar que las reacciones generadas sean negativas o positivas.


Por algo los denominados clásicos de la literatura tienen un gran renombre que los respalda, ya sea Cervantes, Homero o Shakespeare. Hoy en día podríamos decir que se ve reflejado en nombres como Alfonso Cuarón o Yorgos Lanthimos, dentro de la industria del cine; o el de Shigeru Miyamoto, en el mundo de los videojuegos. Artistas que, por la mera colocación de su nombre, generan en el consumidor una sensación de calidad, confiando más en la persona que hay detrás, que en la obra en sí misma. Aunque esto es un arma de doble filo, ya que determinados autores también podrían provocar un rechazo instintivo, ya sea por sus anteriores trabajos, rumores de actos reprobables o simplemente porque su personalidad no es de nuestro agrado.


De allí que sea necesaria “la muerte del autor”, según Barthes, ya que, en su modo de ver, en cuanto el lector recorre las primeras páginas del libro o ve los primeros minutos de una película, este debería crear una opinión individual respecto a la historia y sólo de esta.

Es una limitante muy grande, para el individuo, que lo único a tomar en cuenta sea lo que según el autor quiso transmitir, aquello que pensó que todos entenderíamos al encontrarnos con su trabajo; de esta manera, se perdería aquel espacio subjetivo —casi mágico—, en que cada uno de nosotros podemos formular interpretaciones únicas, sin importar la trayectoria del creador, su filosofía de vida, inclinaciones políticas, etc.


Otro más que parece apoyar esta idea es el filósofo Paul Ricoeur. Para él, el acto de la lectura no es, como suele pensarse, un diálogo estricto entre el autor y el lector, sino que en realidad es un dialogo íntimo entre la obra y la persona que la tiene en sus manos. Es esta quien tiene el poder de entenderla, apreciarla y juzgarla bajo sus propias consideraciones. El autor desaparece, nunca se encuentra presente en la apreciación: “Me gusta decir a veces que leer un libro es considerar a su autor como ya muerto y al libro como póstumo”, nos dice Ricoeur en su ensayo.


Pero no podemos ignorar que otros factores, tal vez más sensibles, interfieren para que a una obra se le separe de su creador, como lo son nuestros sistemas morales y éticos. Cuando un autor es “cancelado” —por haber realizado cualquier acto castigado por la ley o la sociedad—, se hace un llamado colectivo a que sus obras dejen de consumirse o, en ciertos casos, a que se le quite el crédito por haberlas creado. ¿Qué desemboca esto? Pues que las obras se censuren, sufran recortes despiadados o que incluso dejen de distribuirse definitivamente.


De la misma manera, algunas personas creen que la admiración hacia artistas como Pablo Piccaso, John Lennon, Pablo Neruda o Bukowski, son de mal gusto. Al no separar la obra del autor, consideran que pesa más en la balanza las acusaciones contra ellos, relacionadas a su vida personal: abuso físico, psicológico o sexual; en otros casos puede haber racismo y misoginia. Los artistas muchas veces usan sus vivencias para hacer sus creaciones; y tiempo después, la audiencia encuentra que las ideas que están en los libros o en las canciones pueden reflejar comportamientos con los que no están de acuerdo o, incluso, delitos que, en su momento, fueron normalizados.


Otro ejemplo reciente es el caso de la escritora J.K. Rowling, creadora de la exitosa saga de fantasía Harry Potter. Ella ha sido apartada bruscamente de la escena pública tras haber dejado clara, en una serie de tweets, su postura respeto a las personas transexuales, por lo que la comunidad LGBT la catalogó como transfóbica y retrograda. No discutiremos aquí si las acusaciones contra Rowling son justificadas o si fueron llevadas al extremo; lo importante aquí, es mencionar que tras este suceso buena parte de los fans pertenecientes a la comunidad, exigieron que se eliminara el nombre de la escritora en las portadas de los libros, y que esta dejara de participar en los grandes eventos relacionados al mundo mágico, un mundo que ella tardó más de dos décadas en construir. Estas peticiones masivas no pudieron ser ignoradas por las compañías, ya que eso significaría pérdidas millonarias, así que tuvieron que acatarlas cautelosamente, pese a la opinión de la escritora.


En casos como este, donde la obra es tan relevante que resulta difícil ignorar su existencia, se recurre a la movida de que al autor ya no se le vincule más con su trabajo. Esto resulta contradictorio, por no decir hipócrita, ya que en cada obra reside una parte vital del artista; por lo tanto, si se va a fingir que este no existe, entonces se debería hacer lo mismo con la creación. Aunque casi siempre termina ocurriendo lo que pasó (y sigue pasando) con Harry Potter, donde los fanáticos —aún y con toda la controversia— prefieren hacerse de la vista gorda y seguir disfrutando de las grandes aventuras del joven mago, en lugar de simplemente desechar los siete libros de la saga. No podrían, tal vez porque son demasiado buenos como para olvidarlos, así que se preguntan: ¿cómo es posible que una señora como ella, que tiene esa clase de pensamiento, haya podido escribir algo que me gusta tanto? He allí la clave del contexto.


En fin, no es un dilema fácil de solucionar, y por ello se caen en contradicciones que no siempre se apegan a la lógica, sino que habitan en la emocionalidad.

 

Ahora bien, estamos listos para contemplar el otro lado de la moneda, donde encontramos la postura de que un autor no debe ser desvinculado de su obra. Para esto, es necesario aclarar que esta no sería la misma sin los pensamientos, creencias y valores del autor, ya que el arte es una de las formas más auténticas de demostrar lo que una persona siente y piensa.


La obra no podría separarse de su creador, pues esta nació de él. El artista le da un sello único e irrepetible, a causa de todo el bagaje cultural recolectado a lo largo del tiempo; tanto así, que ni siquiera podría ser imitado fielmente por otra persona, aún cuando se trate de la misma historia o se hayan dejado instrucciones específicas.


Además, adentrarse en la obra de un autor contribuye a que podamos comprender mayormente la época en que este habitó; y viceversa, el hecho de conocer — a priori o a posteriori — el contexto social, económico y político en que se creó la obra, nos brindará una experiencia más envolvente y vívida en los detalles.


Así pues, el excluir, por ejemplo, las obras del poeta chileno Pablo Neruda —criticado en los últimos años por un supuesto abuso que él mismo contó en sus memorias, y por la relación difícil que guardó con su única hija enferma—, no sólo despojaría de nuestras manos valiosas piezas literarias, sino que también nos desprendería de trozos claves de nuestra historia; el trato a la mujer de la época, la admiración hacia los Soviéticos, y el rol de los intelectuales en la política de aquella época, se reflexionan con mayor profundidad gracias a que Neruda lo entretejió en sus textos.


Otro caso similar se da con el célebre cineasta Woody Allen, director de grandes éxitos como Annie Hall, Midnight in Paris o Manhattan; filmes alabados por la crítica y que recaudaron cantidades envidiables, pero que, hoy en día, muchas personas no son capaces de ver o simplemente las repudian; y nada tiene que ver con su calidad, sino por los desagradables escándalos que revolotean sobre el director. Woody Allen recibió graves acusaciones por parte de Mia y Dylan Farrow, su exesposa e hija adoptiva, quienes lo denunciaron por abuso sexual, emocional y hasta físico.


Por su parte, Allen explicó lo siguiente a la revista Variety: “En dos instancias judiciales han hecho investigaciones y en ambos casos, como dije en mi libro A propósito de nada, encontraron que los cargos no tenían mérito”. Aún así, el cineasta fue duramente “cancelado” en gran parte del mundo, principalmente en Estados Unidos, su país natal. Y si bien sigue haciendo películas de vez en cuando, es notable el rechazo que la industria cinematográfica le ha puesto, ya que ahora él se ve limitado dirigir sus proyectos en países europeos (donde sus polémicas no han escalado tanto), así como a solicitar financiaciones, y a vérselas difícil para trabajar con actores experimentados, siendo que antes todo el mundo suplicaba una oportunidad para filmar junto a él.


Pese a todo, a Woody Allen se le sigue considerando como un artista elevado, responsable de verdaderas joyas audiovisuales que han marcado el séptimo arte y la cultura popular. El hecho de querer descartar su trabajo significaría desechar una parte importante de la historia del cine, de la evolución del lenguaje cinematográfico, así como olvidar personajes increíbles, envueltos en historias que le podrían cambiar la vida a miles de personas.


Por lo tanto, no podría estar más de acuerdo con las palabras de Isabel Allende —la escritora viva más leída del mundo de la lengua española—, quien defiende la pertenencia del autor: “…si en el caso de un artista nos vamos a quedar con lo que hizo, revisemos bien su vida privada, pero no eliminemos todo, porque si no ningún títere quedará con cabeza. No eliminemos la historia, vamos a revisarla para que se cuente como se debe contar”.


Es innegable que los artistas también son moldeadores de su época. Imaginemos al México contemporáneo sin las figuras e idolatrías hacia Vicente Fernández y Pedro Infante —a quienes también se les cuestionó luego de sus muertes—, simplemente quedaría incompleto; y algo similar ocurriría si borramos de la escena ochentera y noventera a Michael Jackson.


Nadie puede privar a otro de los beneficios que la literatura, la música, el cine o cualquier creación humana pueda proveerle. ¿Cuántos habrán escrito sus obras, partir de la inspiración que les surgió por leer a Vargas Llosa? ¿Cuántos se habrán atrevido a empezar a filmar por los fotogramas de Roman Polanski? Hace algún tiempo incluso se habló —casi en términos anecdóticos— de “cancelar” a Aristóteles por haber defendido la esclavitud. ¿Se imaginan el vacío en la filosofía universal sin sus ideas?


Tomando todo lo anterior, y para ir cerrando con todo esto, puedo decir que la respuesta al dilema de si un autor debe separarse o no de su obra, es una que cada persona debe dictaminar por sí misma. Todo es subjetivo, desde lo que vestimos hasta lo que consumimos, pues le agregamos valores personales, donde la nostalgia, la intimidad y los gustos heredados se amalgaman, para crear nuestras inclinaciones artísticas y posturas morales.


Y todos, absolutamente todos, somos hipócritas hasta cierto punto. Si un autor nos apasiona demasiado por las grandes obras que nos ha brindado, es claro que lo defenderemos a capa y espada, sin importar que tenga muchos trapos sucios sobre la espalda, adoptando así la postura de que el creador debe separarse de su obra; puesto que ninguno querrá que las fechorías, hechas por aquel, manchen la calidad de lo que a nosotros tanto nos gusta.


Pero en el caso contrario, si tenemos a un autor que también amamos, y este llevó en carne propia una vida interesante, llena de lecciones sanas —como de autosuperación o supervivencia—, así como una infancia conmovedora, juventud pícara o una adultez dolorosa, resultará evidente que queramos colocar su biografía como un complemento vital a la obra, ya que a nadie le hace daño saberla, sino todo lo contrario, hará más interesante y entendible el contenido; justificando así que al autor jamás se le tendría que separar de su obra.


Otras personas lo analizarán menos, y tomarán el camino evidente de la cancelación —tanto de autores como de obras—, porque los contenidos no se ajustan a sus estándares morales, los cuales, por cierto, siempre transmutan, jamás se percibirán de la misma manera con el paso de las generaciones. Si algo te gusta mucho hoy, puede que en unos años la sociedad lo considere digno de ser cancelado.

 

En conclusión, te aconsejo que consideres mi método híbrido, que consiste en adoptar ambos puntos de vista, equilibrándolos. Y no me refiero a optar por tal o cual postura dependiendo del caso (que tampoco está mal), sino de aplicarle a todo lo que consumamos ambas consideraciones, aunque siempre vaya una por delante de la otra.


Me explico, si llega a nosotros una obra —contemporánea o de antaño—, lo que tenemos que hacer primero es juzgarla por si misma, ya sea muy buena, mala o mediocre a secas. No debemos dejarnos llevar por el peso del autor, ya que esto solo generaría una predisposición en nosotros, ya sea para odiarla o para verla con buenos ojos desde el principio. Así, una vez que hayamos determinado que tanto nos gustó, tenemos la opción de indagar tan profundo como queramos en la biografía del autor.


Aquí ya tenemos que ser conscientes —y obviamente comprensibles— del año en que fue escrita la historia, el lugar en donde se desarrolló y, por supuesto, qué constituyo la idiosincrasia del artista, es decir, en qué creía, cómo veía a las personas del sexo opuesto, cuáles eran sus inquietudes políticas, económicas, o sexuales, qué tipo de humor manejaba, etc. Siempre desde una óptica que sea tolerante con el paso del tiempo y el cambio de valores.


En el caso de que ya estemos “contaminados” con información sobre el autor, antes de siquiera ver alguna de sus obras, tendremos que hacer un pequeño esfuerzo para seguir el método que planteo. Tratar de suprimir nuestros prejuicios y adentrarnos en su arte como si lo hubiera creado otra persona, para así dictaminar si esta vale la pena o no, si tiene la calidad que tanto se rumorea.


Finalmente, tras haber aplicado una postura (la obra debe hablar por sí misma) y luego la otra (la vida del autor debe estar vinculada) podremos determinar —de manera totalmente personal—, si estamos frente una pieza artística a la que solo se le debe tomar en cuenta su contenido, o si en cambio, también resulta necesario conocerle como es que fue creada por su autor.


No hay fórmulas ni respuestas perfectas, a fin de cuentas, estamos hablando de lo más subjetivo creado por el ser humano: el arte. Así que no nos rompamos más la cabeza; podemos inclinarnos hacia cierta postura —incluso podría asegurar que algunos repudian una más que otra—, pero nunca debemos descartar la posibilidad de adoptar ambas, y así lograr reflexionar con mayor profundidad sobre lo que nos rodea.

 

 

Referencias:

 

Martínez, Roberto. "¿Por qué separar la obra del autor? O ¿por qué no hacerlo?", Larousse Magazine, 15 de octubre de 2020, https://laroussemagazine.mx/sociedad-y-cultura/por-que-separar-la-obra-del-autor-o-por-que-no-hacerlo/

 

Cerqueda, Sandre. "¿Separar la obra del artista?", Neotraba, 18 de septiembre de 2023, https://neotraba.com/separar-la-obra-del-artista/

 

San Martín, Pablo. "¿Hay que separar la obra del autor?", El Mostrador, 3 de febrero de 2022, https://www.elmostrador.cl/noticias/opinion/columnas/2022/02/02/hay-que-separar-la-obra-del-autor/

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1 Kommentar

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Minh075
27. Mai
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Me gustó mucho la conclusión a la que llegaste!! coincido mucho contigo

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