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El canto de la chicharra

Había una época del año donde por veces el calor se hacía sofocante, sencillamente insoportable y la sensación pegajosa en la piel, no tardaba en aparecer; lo mismo que el canto proveniente de las mismísimas entrañas de los árboles que sonaba sin parar. Sonido aquel tan irritante para algunos y tan apacible para otros. ¿Qué criatura podría chillar así tan incesantemente sin cansarse? me pregunté varias veces. Una y otra vez a lo largo de aquellas tardes interminables el sonido proveniente de los árboles era lo único que se escuchaba, reinaban el silencio y la soledad. El sol calentaba sin parar, cielos brillantes y despejados sin el esbozo siquiera de una nube; dibujaban las postales de aquellos días. La siesta a la sombra de cualquier árbol daba tregua al incesante aumento de las temperaturas. Soñando en medio del sopor, dormía acompañada, por el cada vez más intenso canto de la chicharra, himno ensordecedor colectivo de los machos, que se entregan al frenético cortejo de sus hembras; rito incansable que acompaña mis memorias de esos días.


Las noches no eran más frescas y para distraerse del calor, la música y la charla eran la perfecta sobremesa. Había una pianola vieja y medio destartalada en la casa, se había cansado ya de sonar. A cuántos alegró o entristeció hasta la locura aquel instrumento que había visto sus días de gloria hace ya tantas noches claras. La presencia de una imponente luna brillando en el cielo, dibujaba grácilmente las sombras de los ávidos oyentes de las más hermosas melodías y de los más osados bailarines de esas cálidas horas. El revoloteo de toda clase de insectos y otras aves nocturnas eran parte del repertorio del lugar: una casona inmensa y hermosa, situada en medio de la ciudad, con sus grandes ventanales, patios y jardines. De tanto en tanto, la familia recibía visitas de amigos y familiares que viajaban para quedarse allí. Se deshacían los gentiles anfitriones con toda clase de atenciones para con sus queridos huéspedes.


Ya pasada la medianoche todos se habían ido a dormir, a pesar del calor que aquella noche era más insoportable que nunca y el sonido de las chicharras invadía con rigor el silencio y la quietud de la madrugada. Eran casi las dos, cuando Mía se había quedado medio dormida al fin, empapada en sudor, a pesar de que los ventanales estaban abiertos de par en par; el aire parecía haberse detenido. No soplaba ni un poco la brisa. Ella había venido de visita como ya era su costumbre en esta época, época en la que también muy a menudo coincidía con Jai, el ahijado de los anfitriones; un hombre que a ella no le era tan indiferente. En contadas ocasiones Mía se encontró tumbada en la cama pensando en él. Mía y Jai ya se conocían hacía un tiempo, pero a pesar de sentirse intensamente atraídos el uno por el otro, no habían tenido más que conversaciones banas y más bien frías y distantes; lo que era una verdadera pena, dado lo que en la soledad de sus habitaciones ambos sentían. Mía no podía dormir más y salió de la recamara al unísono que Jai. Ambos se encontraron con sus miedos en medio del pasillo. Un silencio incomodo entre ellos se hizo presente, pero repentinamente y empujada por una fuerza inusitada, Mía le comentó que hacía mucho calor y qué había salido en busca de un poco de aire fresco, por lo que iba hacia el jardín en aquel preciso momento y él la siguió. Cuantas veces imaginaron hallarse así: solos.


El jardín era sin duda el lugar perfecto para que se dejaran llevar por fin, por sus más profundos deseos. Jai tomó por fin de la mano a Mía y luego sujetándola suavemente por la cintura la acercó a su cuerpo y la besó en los labios como nunca antes, con un beso largo y profundo. La cercanía de sus cuerpos dio paso a un mundo de caricias, el roce de la piel con sólo la punta de sus dedos le erizaba. Se fueron descubriendo, recorriéndose mutuamente. Se exploran ávidos de sensaciones cada vez más fuertes, agitando su respiración vienen y van en una perfecta sincronía alcanzando por fin el sosiego en un profundo suspiro. La noche empieza a desaparecer y la claridad débilmente se asoma, el canto de la chicharra cesa y una suave brisa se empieza a sentir.

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