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Camino a “casa”


El día fue largo, no hubo tregua a la ardua rutina de quemar el tiempo y él solo quería regresar a su apartamento. Había dejado hace meses su pueblo por el absurdo “sueño americano”, era una labor titánica el adaptarse a la gran urbe inexpugnable que por una parte brindaba el trabajo y las facilidades que todo extranjero buscaba, pero por otra iba extrayendo de ti todo vestigio de paz y sencillez invaluables al someter a quienes la habitan a la diaria carrera por tener más.


Cuando finalmente salió del edificio no pudo ignorar la ausencia del sol y con ello llegó a su memoria el atardecer en San Vicente, un firmamento repleto de tonos naranjas y rosas acompañado del ruido distante de alguna bandada de aves volviendo a sus nidos desde la plaza principal. Justo a esta hora Doña Martha estaría echando a escobazos al Solovino al notar nuevamente que estuvo echado en su tienda toda la tarde y es imposible no esbozar una sonrisa al ver al perro esquivando diariamente los regaños de aquella mujer. Fue entonces que volvió en sí cuando una vez más fue golpeado en un costado por otro transeúnte mientras cruzaba la avenida.


—“Watch your step!” —vociferó un sujeto a algunos metros de distancia.


Está por llegar a la parada del subterráneo, y como lección aprendida anticipa su salida del grupo de peatones, ya en alguna ocasión tuvo que recorrer un par de cuadras para ir a donde se dirigía.


Comienza a bajar las escaleras al mismo tiempo que sujeta fuertemente su mochila; es difícil acostumbrarse a este tipo de lugares, la similitud con una cueva a esta hora es espeluznante. Aunque en las cavernas no hay personas vendiendo infinidad de baratijas plásticas robando tu atención mientras vigilas sus pertenencias con temor a que alguien las robe.


Continúa caminando por los largos pasillos de la estación evitando las miradas de cuantos le rodean, disimuladamente saca un papel doblado del bolso de su pantalón. Probablemente sea cuestión de tiempo el memorizar las rutas de vagones a tomar, pero hasta entonces su opción más confiable es aquello que le recomendó un compañero del trabajo, quien había llegado ya hace años.


—“Vagón azul, ruta 14. Hasta la 24” —comenzó a susurrar en voz baja.


No le sobra el dinero, incluso se pensaría que vive “al día”, sin embargo, ello no impide que cuando algún vagabundo le pide dinero este le de algunos centavos. Probablemente por el miedo o para evitar que le aborde en inglés y no pueda comprenderle claramente.


—“Vagón azul, ruta 14. Hasta la 24” —continuaba susurrando.


Le extraña como algunas señoritas se les ve caminando a solas a estas horas, sin la compañía de algún varón.


—“¿Dónde estarán sus padres? ¿o es que no tienen papás?” —se preguntaba constantemente cuando veía a alguna oficinista o universitaria tomar el subterráneo después de las 7.


Al llegar a los vagones de la ruta 14 se paraba justo frente a la apertura de alguna de las puertas, le estresaba demasiado el perder su vagón, pues con ello seguramente también perdería el siguiente y llegaría tarde a escuchar los que parecieran ser reclamos por parte de un vecino de los departamentos donde vivía, un señor de edad avanzada que extrañamente mantenía todo el tiempo una enorme bandera al frente de su casa.


En cuanto se detuvo el vagón este lo abordó y casi resbala por las personas que salían extrañadas por el comportamiento del joven evidentemente extranjero. Para su fortuna había un asiento libre, y se disponía a utilizarlo en cuanto notó detrás de él que una mujer de tez morena que también subió a sus espaldas. Inmediatamente le hizo unas señas con la cabeza y su mirada, invitándola a tomar el lugar.


—“¿En qué momento cambiará mi mirada? —pensaba, pues había notado desde que llegó que las personas tenían una mirada distinta, algo que no conocía. Cuando no estaban absortos viendo su teléfono celular, sus ojos lucían perdidos en dirección a algún punto inexistente. Como si algo se hubiese secado en ellos. Le asustaba pensarlo posible, pero debe ser el costo que hay que pagar por el éxito.


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