Para Zadot Betanzos
Sucumbí. Es inevitable; entonces sucumbo. Soy uno más, una víctima más. La palabra es “subrepticiamente”, así. Caí en el cliché. “Vamos a escribir sobre un libro” ¿Qué libro?, me pregunto. Inmediatamente pienso en Palinuro de México, de Fernando del Paso; luego, privilegiando la teoría, en Pedagogía del Oprimido de Paulo Freire. No estoy convencido y sin convencerme tomo la peor decisión: voy a escribir sobre 2666. Cliché. A todo el mundo le gusta Roberto Bolaño, ese símbolo mítico literario, un José Trigo real y visceralista. No quiero ser un gruopie, me gustaría no ser tan predecible. Sin embargo, tengo el pretexto perfecto, una justificación, un pase de salida; no se trata de Bolaño sino de la obra. No se trata del alma sino del cuerpo, del cuerpo que se encarna sobre mis huesos como un traje de letras y me exprime, me hace llorar, me deja cicatrices, me consuela, mata y revive. Claro que existe un problema, la imposibilidad de separar la obra del artista. Para intentar solucionarlo recurro a una pregunta un tanto retórica, una pregunta con múltiples respuestas, o con ninguna, depende, un amuleto: ¿A quién pertenece un libro? ¿al autor o a la autora? ¿a la editorial? ¿a quien lo lee? ¿De quién es 2666?
Del libro ya todo se sabe aunque no haya sido leído. Una obra póstuma publicada en 2004, una novela que a voluntad de Bolaño debía de ser lanzada en cinco partes, editada por Anagrama, quien vendió los derechos de todas las obras del autor después de su enorme popularización, posterior a su muerte, a la editorial Penguin Random House, la más grande del mundo. Un título sacado de un paseo en la colonia Guerrero de la Ciudad de México: “la Guerrero, a esa hora, se parece sobre todas las cosas a un cementerio, pero no a un cementerio de 1974, ni a un cementerio de 1968, ni a un cementerio de 1975, sino a un cementerio de 2666, un cementerio olvidado debajo de un párpado muerto o nonato”. Un libro cuyo esqueleto son los feminicidios en la ciudad fronteriza de Santa Teresa, lugar atroz que hace referencia a Ciudad Juárez. Centro donde confluyen todas las historias. Desierto repleto de cadáveres, un oasis de horror. Gravedad que atrae. Gravedad que despierta fantasmas. Terror que vuelve el aire pesado, espejo que condensa, recrudecidos, los pesares del mundo. Multiplicidad de voces que gritan y se apagan como ecos del alma fugazmente perpetuos.
Cuento aquí una experiencia lectora, una que me desbordó a raudales.
¿Cómo describir 2666?
Brutal, árida, inmensa como un desierto, o como el mar. A veces un desierto por la noche, frío y lleno de monstruos fantasmales. Otras un desierto por el día, agobiante y lleno de espejismos, reverberaciones de la realidad. A veces un mar en calma que arrulla y por el que navegas como un submarino rodeado de algas infantiles y caracoles infinitos. Otras una tempestad huracanada que atraviesas como una balsa de palma a la deriva. Sobrevivir es un milagro.
Hubo días, mientras lo leía, más bien noches, que dormí con él al lado de mi almohada como si deseara continuarlo leyendo en mis sueños. Hubo tardes, más bien instantes, en los que estuve a punto de aventar el libro con todas mis fuerzas y descalabrar al piso, batirlo de tinta negra y después limpiarlo con mis lágrimas, pidiéndole perdón al piso, no al libro. Después de todo, lo único que sucedió fue el final. Se dice que conforme vas avanzando en la lectura de un libro, el libro va cobrando vida. No. Más bien va cobrando muerte. Y así 2666, entre más lo conoces, más lo palpas, más cerca de la muerte está. Entre más lo lees, entre más te empapas de él, más cerca de la muerte estás. No volveré a ser el mismo pues no hay forma de atravesar EL libro sin que cambie tu estancia en el mundo.
(A modo de digresión: 2666 no es mi libro preferido. Incluso quizá de Bolaño prefiera Los Detectives Salvajes, pero ahora entiendo la diferencia entre una obra maestra y todo lo demás: “La literatura es un vasto bosque y las obras maestras son lagos, los árboles inmensos o extrañísimos, las elocuentes flores preciosas o las escondidas grutas, pero un bosque también está compuesto por árboles comunes y corrientes, por yerbazales, por charcos, por plantas parásitas, por hongos y por florecillas silvestres”. 2666 es un árbol inmenso, tal vez un océano en medio del bosque).
Confieso que tuve ganas no solo de arrojar el libro contra el piso, sino de golpear sus páginas con mi puño cerrado, y dentro de él, frustraciones, impotencias, temores, terrores, desesperación, rabia. “La parte de los crímenes”, de los feminicidios, es terrible. Me pregunté cómo alguien puede escribir algo así sin derrumbarse, cómo lo explícito se puede volver un recurso literario, ¿son necesarias casi cuatrocientas páginas repletas de descripciones de cadáveres de mujeres violadas, golpeadas, empaladas, descuartizadas, mutiladas, desparecidas, asesinadas? Si se necesita fortaleza y acompañamiento para leerlas imagino que para escribirlas lo que se necesita es la muerte. Al mismo tiempo me respondo que esas mujeres no son un recurso literario, no son los cuerpos que dan forma y cohesión a la novela, son el retrato de hechos atroces, una realidad que abruma con rabia, tristeza, rencor y vacío, más que cualquier novela de mil doscientas páginas. Quizás esa era la intención de Bolaño, abrumar; abrumar para que quien lee perciba que la realidad es así o peor; quizás el libro es un grito desesperado que desgarra, que denuncia, una cartografía del horror. Una realidad que dolorosísimamente continúa igual o más vigente que hace diecisiete años. Ya decía que a cada página el libro va cobrando muerte: muere por sí solo al acercarse cada vez más a su final, pero también la muerte se expresa en la narración de estos crímenes, feminicidios; y cobra la vida, o la muerte, del autor: “2666 es una obra tan bestial, que puede acabar con mi salud, que ya es de por sí delicada (…) Llegué a tener la tentación de destruirla toda, ya que la veía como un monstruo que me devoraba”.
…Un monstruo que devora.
De pronto me veo en medio de un mar, rodeado solo de agua. No percibí el momento en el que me alejé por completo de la orilla de la playa, o del puerto, ni siquiera sé si había playa o puerto. Quizá me arrojé de cabeza por un acantilado. De cualquier forma, no me di cuenta cuándo me alejé de las rocas. Cuando llegó la lucidez solo había inmensidad. No hay cómo volver. Me siento desolado, aunque de vez en vez arrullado por un leve oleaje al ritmo de la enormidad. Me siento desolado, aunque a veces miro el cielo y lo encuentro lleno de estrellas distantes, brillantes, algunas que no había visto en toda mi vida. ¿Dónde está la luna? Así pasó cuando leí 2666… pero no nos confundamos, esa es la experiencia lectora. 2666 no es el mar, sino un desierto y ¿qué es un desierto sino un lugar en donde se ha secado el mar?
Yorumlar