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Ágape


 

Cae la noche.

Cae el cuerpo

cuando el hambre clama su nombre

a gritos de murciélago buscando su camino;

cae sobre la mesa o el colchón

cual deseo indescifrable en el sueño más profundo;

cae con los ojos puestos en la luna

y las raíces ajenas, ocultas, que

se deslizan cual serpiente

en el espacio que hay entre huesos y piel.

Y sin aún llegar, el hambre insaciable

desea aspirar la fragancia que se escapa en cada poro,

desea anidar en las costillas sustituyendo al corazón,

desea engullir el hueso en que el tuétano aún apesta a sangre,

desea habitar el ombligo

la pelvis

el muslo

el vello…

Quiere consumirlo todo

masticarlo,

tragarlo

TODO…

desea la comunión

pues es su estado naturalmente inhumano.

 

Cae la noche

y las bocas están hambrientas a causa de la abstinencia divina,

¡amén!,

que el sexo viva al salir de las capillas

y llegar corriendo hasta sentarse a la mesa

frente a variaciones de rojo que sigue latiendo

al ritmo de un recuerdo que nunca tuvo;

y el calor se eleva hasta volverse un infierno

en el que arde la boca del hambriento;

los besos entonces son mordidas acolmilladas

para recordarle al cuerpo que es un gran pedazo de carne

vestido con la piel de una puta mojigata

que, desnuda, ha caído sobre la mesa para iniciar el festín

pues es carne

y la carne a mordiscos se consume.

Y en la noche,

el hambre acechante inhala la esencia a miedo

en la piel y huesos descubiertos;

entonces se saborea el cuerpo y sangre cual pan y vino

antes de saber que le pertenecen por derecho divino.

 

Llega el hambre.

— Coman, que la cena está servida —.

De un zarpazo arranca un brazo

para guiar la mano hasta un pantalón ardiente

que pronto perderá la cremallera;

de una bocanada se devora el hombro,

un hematoma al cuello pues su vampírica naturaleza busca el rojo

aquí y ahora,

una lengua que busca humedades desconocidas

sobre la piel desnuda.

Y con la mano al cuello arranca la cabeza

para llenar aquellos labios

(atragantarla hasta la lluvia en las mejillas y la baba en la barbilla)

con el espantoso sabor vida;

y con la mano que apretaba el seno

toma las costillas para chupar el hueso como perro;

y con su cuerpo busca echar raíces hasta llegar a las entrañas,

enredarse en su cadera…

subir por sus miembros como enredadera…

Y ya no es cuerpo,

es rojo como la vida misma

carne

vísceras

huesos

gusanos

moho

nada…

cuando el hambre se ha deleitado con el grito obsceno de la muerte

caen los restos

tras el paso de un animal hambriento…

 

Y cuando no es más que aquello que nadie ha devorado,

— yo, carroña —

lo que nadie se atrevió a tocar por la peste a podredumbre,

hay un reflejo en aquel espejo en la vitrina

vacía de platos y cubiertos

en que ven las sobras…

lo que han hecho con su cuerpo…

(lo que una vez fue su cuerpo)

es todo lo que queda

y ni los animalejos hambrientos,

carroñeros y rastreros,

se atreven a olfatear cerca:

sólo quedan trozos que se aferran al cuerpo

a los bordes

y a un cuerpo

recuerdo que sólo sabe desbordarse

como el río que nunca se atrevió a llorar

ni a amar

como la hoguera abrasante en que se funden dos cuerpos.

Ríen los dientes…

ríe el esqueleto escueto

cuando sólo son los residuos,

cuando es el desperdicio

(— yo, carroña —):

el rojo moribundo

carne destrozada

vísceras por fuera

hueso molido

tuétano podrido

nada…

y entre risas se reconoce en el espejo.

— Maldita puta mojigata calienta huevos.

No prendas el boiler

si no te vas a meter a bañar —

y no sabe si lo ha dicho el reflejo

el hambre

o el esqueleto.

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