Diario de F. – 21 de enero de 2043
Una vez más no he podido conciliar el sueño, ya hace semanas que me olvidé de lo que significaba descansar. La razón es obvia para mí, pero desconocida para aquellos que me rodean. El estrés por el futuro, sobre todo porque mis mayores miedos se han ido confirmando a lo largo de mi vida y no pude hacer nada para que el ahora catastrófico presente que vivimos haya cambiado. Después de tanto insomnio y de sufrir las mismas pesadillas estuve pensando en el sentido de fondo detrás de mi labor como historiador. Aún recuerdo cuando un profesor nos comentaba sobre las exigencias que se le hacen a la historia: de ser juez con los personajes que han influido en la vida política, económica y cultural; de custodiar la memoria como si se mantuviera intacta a lo largo del tiempo; de ser abogada de las acciones que se pueden tomar por los distintos actores políticos, así como una especie de recetario médico que ofreciese la cura para los errores sociales.
Ojalá el origen de mi desasosiego fuera fácil de explicar y de resolver, pero es un pasado que me ha perseguido por mucho tiempo. Como envidiaba a las personas que podían vivir despreocupadas por el futuro y que sin importar que tan desesperanzador fuera su presente se mantenían inamovibles.
Desde que me convertí en profesor creció en mi la preocupación por comunicar y alimentar el pensamiento crítico por el cual los estudiantes pudiesen cuestionar su presente para confrontar su futuro.
¿Pero qué sentido tiene contar la historia a quienes ya no les interesa? Desde que se implantó el cliché de que el pensamiento histórico era el paliativo para evitar “repetir los errores del pasado” se cayó en un gran conformismo en el que se creía que por conocer datos o hechos sin verificarlos, compararlos y mucho menos rastrearlos ya se había cumplido con una obligación moral hacia las diversas problemáticas que nos atacan. La sociedad conoce su propio rostro y antes que cambiarlo elige ser una parodia de sí misma, un chiste.
Diario de F. – 13 de mayo de 2043
En la clase de hoy intenté recurrir a mi propia historia para impulsar el sentido de fondo de lahistoria, pensé: “no hay mejor herramienta que recurrir a mi propio pasado”. Todo esto había sido consecuencia de un comentario que un alumno me había hecho por el cual se me increpaba la utilidad de la historia. El estudiante me decía –Aunque hubiera sabido lo que iba suceder y lo que había sucedido antes de mí eso no habría cambiado los cataclismos ecológicos, los desastres políticos y las desgracias sociales. Su explicación me resultaba muy familiar, al hacer uso de mi memoria pude extraer de mi mente el recuerdo de una confrontación con mi madre por la cual ella me explicaba su dolor y resentimiento hacia la política y a la historia, en el sentido de ser una memoria colectiva, su rechazo partía del destino trágico que había padecido mi abuelo al ser asesinado por conflictos políticos en su tierra, Hidalgo.
Qué reclamo podía hacerle yo a mi madre o al alumno por querer desentenderse de su realidad. Como historiador, me sentía, antes que nada, un observador, y mis padres habían ejercitado esa habilidad en mí sin que fueran conscientes. Esa era la primera habilidad que quería transmitir a mis alumnos, la de observar. Y por ello recurrí a las memorias que me forjaron, que hicieron que la historia tuviera sentido. En los años del 94 al 95, en la transición gubernamental de Salinas de Gortari a Zedillo, mis padres habían comprado su primera casa cuando ocurrió la depreciación del peso y la reestructuración de las deudas para quienes recientemente habían adquirido algún bien o servicio a través de créditos. Cinco largos años de pagar un crédito se habían ido a la basura, como si el dinero y el esfuerzo que habían implementado para salir adelante no hubiera valido nada. Yo era un niño, que no comprendía de economía, mucho menos de UDIS, crisis financieras o pagarés. Lo que comenzaba a entender era el esfuerzo, la preocupación, las caras largas, los suspiros constantes, las miradas al techo, la búsqueda de respuestas. Platicando con mi madre, me dijo que el banco tomó como intereses los cinco años que habían pagado, la consecuencia fue que la deuda empezó de cero, los sueños por su vivienda habían sido privatizados.
Diario de F. – 25 de diciembre de 2043
Los alumnos han escuchado con atención la forma en que enlazaba mi pasado con mi presente y con mi deseo porque la historia les sirviera para su futuro, en la medida que les fuese posible. Les parecía inconcebible la idea de que mis padres se hubieran trasladado a las cuatro y media de la mañana del Estado de México a la Ciudad durante veintiún largos años. –Qué rabia y qué desesperanza. No puede ser que vivamos en un país así. Me comentaba un alumno. Sin embargo, la realidad no ha cambiado tanto, para alguien como yo, que nació y creció bajo las ultimas pataletas de los gobiernos priistas, la realidad inmediata eran las consecuencias de un montón de decisiones socioeconómicas que muchas veces escapan de nuestras manos y cuando tenemos poder para confrontarlas comenzamos a apagarnos como sociedad, así se concretaron distintas reformas que hoy en día seguimos sufriendo: a las pensiones, al sistema educativo y al derecho a la vivienda, sólo por mencionar algunas.
Desde el año del 93 hasta el 99 mi madre se había dedicado a vender productos por catálogo de la marca Jafra para solventar los gastos a los que ya no podían hacer frente, además siendo enfermera de profesión también ayudaba a las personas con pequeñas cosas como inyecciones u orientación sobre que medicamentos tomar. Yo, en mi calidad de infante, no podía hacer otra cosa más que acompañarla de puerta en puerta en los módulos cercanos a nuestro hogar. Sin embargo, la consciencia o crítica social que tanto he deseado comunicar no la aprendí hasta muchos años después en los que establecí las relaciones históricas de mi contexto y cuando en mis años preparatorianos fue mi turno de hacer frente a las problemáticas sociales que se acrecentaban y que no dejamos de padecer.
Pensaba que cuando las heridas de nuestro país cicatrizasen habría sido consecuencia de la unión empática de la sociedad por haber comprendido que la lucha por nuestra historia es la lucha misma por nuestra vida y nuestros sueños. Qué más hubiera querido yo que mis padres no hubieran padecido económicamente, que mi abuelo no hubiera sido asesinado por cuestiones políticas, que por mi piel y tatuajes no se me estigmatizara. Pero no podía quitarme el sentimiento de desaliento con mi misión pedagógica con la historia. Mis alumnos recordaban una analogía que habían encontrado en una lectura en la que se equiparaba la labor del médico con la del historiador en el sentido de encontrar síntomas e interpretarlos y al verme cabizbajo me propusieron un tratamiento simple– ¿por qué no va a escuchar la conferencia que habrá en nuestra universidad sobre los síntomas de nuestro presente que va a presentar un reconocido historiador para que se anime un poco? No pude evitarlo, hice una mueca de desconsuelo y respondí en llanto – Pero, alumnos, ¡yo soy ese historiador!
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