Alquimia
- Iván Skariote
- 9 abr
- 15 Min. de lectura
-¡Señor, Señora! ¡Con Confianza! ¡Sin Miedo! ¡Acérquense! ¡Todo lo que aquí le digo es por su bien!
Esa voz metálica repetía con estruendo y rompía el ruido tras de sí, lo dominaba todo con el altavoz en la torre de luz. Se imponía sobre el reggaetón y la banda de los puestos de discos; apagaba el rugido de los vendedores de paca; dejaba tontos a los que arrastraban sus carritos de aguas frescas; era quien dominaba el ruido, antes de esa voz metálica el silencio y después de ella el eco de la nada.
-¡Anden, Arrímense! Señor, Señora, Niño y niña, ¡Acérquense! Sino, no podrán ver bien lo que pasará. Lo que haré. De lo que somos capaces, cuando la fe abunda en nuestro corazón.
Insistente, invitaba a los congregados a hacerse bulto sobre de sí, que se pisarán los talones si era necesario, que no hubiera espacios entre ellos, que no molestarán al pasillo, que fueran ese color gris plastilina de los niños aburridos del mal modelado; ¿acaso su milagro de fe consistía en que dos cuerpos compartieran un mismo espacio?
La voz metálica se acartonaba, la corneta abollada del altavoz no era capaz de transmitir toda su necesidad de atención. A la vez que el dueño de la voz tosía, con una tos proveniente de lo más profundo de sus pulmones sulfurosos, de una noche eterna de borrachera, una borrachera sin parangón. En fin, una garganta seca, una campanilla inflamada.
Todo aquello atraía a la marea marchante de personas, la gente se empujaba, se amontonaba en el pasillo de ese tianguis, si hubiera existido un barranco estaríamos hablando de un despeñadero, querían ver al hombre que casi ahogándose imploraba a gritos que le vieran. Hasta los indiferentes al espectáculo acudían, todo por la fuerza de empuje de los interesados. Necesitaban ser testigos de ese pez salido del agua que, al parecer, aprendió a hablar solamente para ellos en esa tarde.
.-¡Señor, Señora! ¿Quién no ha pasado por momentos raros en su vida? Si alguno de sus familiares está enfermo; si su hijo se droga y no sabe qué hacer ni con qué ayudarle; si quiere dejar de fumar o de beber; si su marido la engaña o, por el contrario, usted engaña a su marido; si cabe la posibilidad de que a veces no se pueda levantar de la cama – y tosía horriblemente entre las oraciones, como si de noche hubiera sido un perro y todo lo que quedará de la metamorfosis fuera la garganta; irremediablemente seca tenía la tráquea, parecía que le hubieran metido un puño de tierra en la boca después de matarle y como Lázaro hubiera venido a implorar atención a este tianguis perdido, como un muerto implorando vivir – ¡Vengan! Esta maravilla de la fe lo puede ayudar y la puede salvar, ¡Vengan! – terminaba jadeante y observaba a las personas que le regresaban la mirada.
Y todos querían observar, querían entender. Deseando con el alma que sólo observar fuera suficiente para adquirir todo el conocimiento de ese sujeto. ¿Qué era aquello que traía aquel hombre?, ¿Acaso no eran personas de fe los reunidos?, ¿O, muy por el contrario, su fe no era suficiente para curarlos?, Se acercaban más y más al hombre, insistentes, y ya de la ansiedad los de hasta atrás podían ver ya el tendido de fe y devoción en el suelo.
Libros de magia, figuras pequeñas de la santa muerte, pedazos de cuero con pelo, papel de aluminio, veladoras multicolores, caracoles, trozos de huesos, todo lo inimaginable para hacer brujería y todo contenido en aquel tendido rojo.
Y ahí estaba el hombre sentado sobre un banquito, estaba ahí al fin, era real. No sólo era una voz acartonada y con histéricos ataques de tos. Las personas estaban maravilladas, el hombre con garganta extensión del Sahara que traía la felicidad se encontraba tan cerca. Las manos le temblaban un poco, sobre todo cuando se acomodaba la diadema del micrófono; aparato que se desacomodaba constantemente porque el hombre acariciaba, cada par de palabras, los collares de una santa muerte frente a él.
-¡Bien! ¡Bien! Les preguntaré una cosa, pongan atención. – se doblaba sobre de su abdomen y contraía los hombros de manera miserable mientras la tos convulsa le consumía – Si yo voy a la casa de ustedes y les tocó la puerta y les pido que me regalen tantita sal, ¿Me la regalan o me la niegan? – hacía su mejor esfuerzo para gritar mientras acariciaba los collares de conchas de la figura religiosa.
-¡Se la regalo! ¡Se la niego! – contestaban un tumulto de voces confundidas, como queriendo preguntar: ¿qué tiene que ver la sal con el dolor más encarnado de mi corazón? Los últimos, los de atrás, ya no entendían nada y sólo balbuceaban entre ellos.
-¡No los oigo! – gritaba imponente el hombre sobre el micrófono de la diadema y su voz retumbaba sobre la confusión de todos.
-¡Regalado! – respondieron todos con temor, con regresiones a la infancia. Entre el no-me-contestes-pinche-chamaco-irrespetuoso y el por-qué-chingados-no-me-respondes todo al ritmo de varazos, cachetadas o chicotazos, entre la espada y la pared del niño mexicano. El hombre lo sabía, los tenía en donde quería.
-¡Escuchen bien! ¡La sal de la casa nunca se regala! – Movía insistente los brazos - ¡Es lo más sagrado que tenemos en el hogar! – respondió el hombre bajando la voz y jadeando, pero con la voz más firme que encontraba, toda vez que aprovechaba para ver quiénes se acercaban más, quiénes se esforzaban por obtener de él una verdad oculta durante milenios y por fin revelada. Eran pocos, pero eran los suficientes. Boquiabiertos. Sorprendidos. Por fin hicieron las conexiones necesarias; las mujeres pensaban en la importancia de la sal para los alimentos; los señores, por su lado más egoísta, en los sueros cura crudas.
-¡Pero tampoco se niega!- gritaba el improvisado profeta, antes un auditorio de anonadados alumnos recién ingresados en su arte -Mejor métase la mano a la bolsa y regale 10 o 20 pesos, ¡pero la sal de su casa! ¡Esa jamás! - Modulaba la voz, subía y baja, miraba a las personas a los ojos y dominaba todo el entorno.
Y decidió, por fin, comenzar el embrujo. Ahora que tenía a los alumnos boquiabiertos, a la expectativa, deslumbrados. Niños recién nacidos que no han visto más que la penumbra del vientre materno y que ahora estaban siendo expuestos a la luz de un quirófano; sala de operaciones que estaba reservada, al parecer, a los males del alma. Operaciones complicadas que estaban destinadas al bisturí de la verdad esotérica.
-¡Señoras, Señores! ¿quién tiene una dolencia en su alma?, ¿quién quiere compartirla con todos y que yo, su amigo, le ayude con ella?- el silencio comenzó a dominar ese fragmento del pasillo, el tianguis donde estaban ya era un mundo aparte. Aquí, donde estaban en bola, ya había comenzado a surgir un ecosistema de sentimientos, de dolencias, de esperanzas; era frágil, como la gota que resbala por la mañana sobre una hoja de árbol, pero se mantenía, el sol estaba por salir y todo lo necesario para la vida en el alma estaba por brotar.
La gente se miraba.
Las mujeres hacían una bufanda invisible con los dedos; esa bufanda que por estambre usa las preocupaciones. Y entre más inquietas, más rápido confeccionaban su dolor; y, si fuera posible, con esa prenda abrigarían al mundo entero, una, dos, tres, todas las veces posibles a razón de las mujeres reunidas.
Los hombres, los de complejo de gallo de peleas; los que siempre eran de tripas corazón; listos para soltar el primer fregadazo para el estate-quieto-hijo-de-la-chingada; esos, sí, esos mismos que sólo podían encontrar la confianza y el valor después de unos tragos; esos hombres, miraban al cielo haciéndose los locos, porque no podían encontrar la manera de deshacer el nudo de sus tráqueas.
Tanto hombres como mujeres cabían en la descripción del principio, sólo había que amoldar cada caso a su forma y tamaño; todos, cada uno, a sus particularidades, les encajaba muy bien el golpe en la mandíbula y por eso flaqueaban; había madres de un hijo adicto a los solventes. Estaban los adúlteros y también los amantes. Existían los enfermos y, entre ellos, las categorías; una señora con gripa y, el más grave, un hombre con diálisis.
-¡A ver! ¡Sin miedo! ¡Venga! – arremetía el hombre de la voz metálica, quien intentaba inyectar valor a los presentes, pero sólo lograba espantarles y trato de corregirlo – Puedo sentir entre ustedes, hermanos y hermanas, un corazón afligido -dijo, con la voz más tersa que la tos le permitía y señalo al azar - ¡Usted! ¡Usted señora de mi corazón! Madrecita querida, vida de mi vida, ¿Qué tiene?, ¿Por qué quiere llorar? –
Y se acercó. Traía un mandil y despedía un fuerte olor a cloro. Una señora de tantas, de esas en las que no se cambia el molde para ahorrar tiempo y no malgastar materia prima. Tanto así, que podríamos aventar una piedra al aire y estar seguros de que le pegaremos a una de ellas. El pelo corto, canoso y mal pintado de hace tiempo. Caminaba rengo porque arrastraba el peso de los años. Manos callosas, de hombre, forjadas en el trabajo de campo o de alguna fábrica o de lavar ropa ajena y templadas en la cocina, entre cacerolas y el comal; salpicadas de quién sabe qué cosa, porque estaban llenas de manchas. Pero, eso sí, lo que más impactaba de aquella mujer eran sus ojos; unas piedras al rojo vivo que estaban a nada de reventar; eran rojos, endemoniadamente rojos, hasta quizás se haya equivocado y en lugar de echar el cloro al lavadero se lo echara en la cara o se haya rascado al picar los chiles. Pero ahí estaba, temblando frente a todos los demás ojos.
-Madre, ¿por qué quiere llorar? Venga, cuéntenos, aunque sea eso le hará mucho bien- decía el hombre cada vez más conmovido, pero sin dejar de lado su autoridad.
Se sorbió los mocos y comenzó.
-Es que mire joven, yo nada más me venía a hacer mi mandado y me lo encuentro a usted y sentí muy bonito lo que nos cuenta y como que me tocó el corazón. Me hizo mucho sentido. Y bueno, mire joven, mi hijo, ¡Ay! – se limpiaba un moco con el mandil - ¡Con cuántos dolores una los parió y parece que el parir nunca se termina! Mi muchacho ya tiene 20 años, ¡el pobre!, 20 años y ya lo dejo su mujer y se llevó al niño, ¿Puede usted creerlo? No me deja ver a mi nietecito y ni ella ni él se dejan de estar drogando. Pero la familia de mi nuera se la llevo, quién sabe a dónde. Y él, mi hijo, nomás está tirado ahí en casa de usted. – el hombre asentía en señal de gracias – ¡Y es cosa que no puedo ver a mi nieto! ¡Ay, ummmm! ¿Qué le hago a mi muchacho? ¡Dios mío! ¡Qué! – poco a poco comenzaba a gritar, al parecer, sin darse cuenta - ¡Ya lo llevamos a un anexo y me lo golpearon y me lo llenaron de chinches! ¿Qué hago? ¿Dios mío, Qué hago? – y soltó a llorar con un llanto histérico, un llanto desalmado, un llanto proveniente de cuántos dolores guardados y que aprovechaba para llorar los dolores que le aguardaba el destino; y la mujer quería patalear, quería gritar, era digna más allá de representar una Virgen María al mismísimo Jesús, su cruz se había transmutado en la cruz de todos. Y se comenzó a morder un dedo.
Un hombre intentó estirarle un paliacate, pero su esposa lo detuvo y le dijo que esa mujer siempre le lloraba al mismo hijo y ya iban, por lo menos, tres veces que se lo curaban.
El brujo-maestro-reparador-de-vidas con su voz metálica llegó a escuchar a la mujer y miro a la pareja con el asco más profundo de sus entrañas.
-¡La gente sin fe se puede ir ahora! ¡Porque bienaventurados los que creen sin haber visto! Tal es la enseñanza de nuestro Padre y Hermano Jesús, nacido hombre por intervención de María y que, como ella, nuestra hermana también está sufriendo por el fruto de su vientre – y clavó la mirada sobre el matrimonio aquel, a la vez que ellos confrontaban su mirada, pero sintieron el empacho de todos los ojos sobre ellos y mejor se retiraron persignándose.
-Ahora señora, alma mía, venga. Deme su mano, ¿Usted, de verdad, quiere a su hijo curado? ¿Quiere verlo ser un padre amoroso y un hombre de bien? – le sostenía la diestra con ambas manos.
-¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! – rompía en llanto la mujer, amalgama de personajes bíblicos.
-Veamos preciosa, ponga su mano derecha sobre el corazón y dígame de nuevo: ¿De verdad, por la fuerza de los ángeles y los demonios, únicos interventores entre nosotros y los santos patrones; por el apoyo de la santa muerte, única señora que media entre esta vida miserable y de la eterna; desea que su hijo salga de las entrañas del vicio? – se quedaba sin voz, pero hasta el sabía que las florituras en las marañas son sumamente necesarias.
-¡Sí! ¡De verrrrdad! Lo necesito por el bien de mi nieto – se tiraba de rodillas mientras el hombre hacía su mayor intento por sostenerla de los codos y era una escena enternecedora. La pequeña mujer colgaba de las manos de aquel hombre y hacía un péndulo, muy similar a un capullo que es acariciado por la brisa. Muchas de las mujeres, sino es que todas, se llevaron sus manos a la boca ante la miseria ajena y deseaban, con ansías, que terminará.
-¡Por favor, contrólese! ¡Aquí la vamos a ayudar! Aquí y desde hoy manifiesto que su hijo dejará el alcohol, las drogas, la vagancia y será un hombre derecho y de fe. Tome esta hoja y anote el nombre completo de su muchacho y algo que le guste mucho de él. Pero, ¡Por favor! Contrólese – el corpulento animal comenzó a agitar a la mujer desesperada para que regresará en sí.
-Mientras ella hace eso, nosotros pondremos nuestra fe a su disposición y en lo más alto de nuestros corazones, cerremos nuestros ojos, por favor. Todos, sin miedo y sin excepción, por el bien de esta mujer hay que tomarnos de las manos y digamos una oración. El padre nuestro estará bien – y el hombre comenzó a aventar agua sobre los presentes a la par que comenzaba con las frases de la oración, una frase y azotaba un manojo de hierbas sobre las personas. Los niños, que acompañaban a sus madres, sentían como la incomodidad crecía dentro de sus cuerpos, pero era mucho más grande el morbo por saber que iba a pasar. Y las voces, al unisonó, repetían aquellas palabras aprendidas desde el catecismo o desde la casa, una tras otra, sin error, aunque muchos de ellos no habían desayunado todavía y aunque ya habían caído en la tentación.
-¡Listo! Ya tenemos todo para empezar, no se suelten de las manos, ¡Es sumamente importante! – tomó el papel con el nombre del hijo vicioso y lo tiró al suelo -Señora, por favor, ¿ya vio el color de este polvo que tengo aquí? – dijo mientras mostraba a la audiencia un botecito.
-¡Sí! Es color blanco – respondió la mujer mientras se sorbía los mocos, desesperada y escupía el gargajo al piso.
-¿Qué tanta es su fe en el señor y en la santa niña blanca? – gritaba el hombre sobre la audiencia y sobre la mujer y, sobre todo, en el micrófono de su diadema.
La mujer se agitaba sobre de sí, temblaba. Estaba cansada. Se llevaba con desesperación las manos al rostro, se tallaba los ojos, pasaba a la boca, insistía con la nariz y terminaba con los oídos, toda una otorrinolaringóloga empírica. Cualquier médico hubiera sido capaz de ver en ello, más que dolor, todo un proceso histamínico, pero sería casualidad o hasta un golpe de suerte. Aquí no había proceso biológico interno más que el relativo a la fe y esa sólo se sentía en el corazón, ¿puede el hombre moderno ver, medir o pesar la fe con sus aparatos? Claro que no, por eso no son bienvenidos a estos lugares.
Cuando la mujer volvió en sí, después de ese recorrido por el cuerpo, gritó al hombre que su fe era muchísima.
-¿Cuánta es su fe? – el hombre insistía, gritaba, se enrojecía y tomaba aire con desesperación, quería volverse uno con la pregunta.
-¡Mucha, de verdad, muchísima! – gritaba ahora la mujer, mucho más histérica. Quería marcharse, le temblaban las piernas, tenía miedo – De verdad, ¡se lo juro!, todos los días le prendo su veladora con devoción a mi santa flaquita, le hago sus rezos y voy a sus misas – empezó a llorar - ¡Santo dios! ¿por qué no me escucha?
-Calma, calma. Veamos si es verdad. Sople en este bote. Sople con fe. Verá que el polvo absorberá sus tristezas –
Y la mujer sopló.
Y el polvo blanquecino se tornaba en un negro grisáceo, falso.
Y la mujer se sorprendió.
Y la audiencia no creía.
Y una madre golpeaba a su hijo porque no dejaba de estar molestando y no permitía ver el milagro.
-¡Señora, no se espante! Aquí está su pena. Aquí, en mis manos, está todo su dolor. Es lo bueno y lo increíble de los polvos de cráneo de calavera de iguana del istmo de Tehuantepec, este es el remedio – Miraba a todas las personas, mientras mostraba el frasquito – sólo así, y por medio de su fe podemos quemar nuestras penas, mire usted y todos los demás lo que haré –
Y sobre el nombre del muchacho vicioso tiró cera de vela negra y comenzó a rezar de forma extraña.
-¡Sal de las 7 casas!, ¡Sal de 7 cantinas!, ¡Tierra de panteón!, ¡Polvos de calavera!, ¡Huevos podridos!, ¡Ramos preparados!, ¡Aceites negros!, ¡Coronas de flores! Hay gentes que sacrifican animales y hasta lo hacen también con humanos, por eso les digo que se protejan. Esta señora verá a su hijo curado y vivirá con su nuera y su nieto, hasta puede que se arrepienta de lo que pide – y comenzó a reír de su propio chiste – Porque lo que arrastra el mal en su casa es esta maldita enfermedad del alcohol, de las drogas. Señora, le preguntó, ¿quiere ver esta versión de su hijo muerta?, ¿quiere que su hijo vuelva a nacer?
-¡Sí! ¡si quiero! Por favor, necesito que se acabe este pinche suplicio –
-Esta bien, sólo porque lo pide de corazón yo mataré esta versión de su hijo. Sólo no diga que no se le advirtió… su hijo tendrá un accidente leve, pequeño, pero regresará siendo otro hombre, otra persona –
Terminó de decir aquello y observó a la gente, despacio, los analizo. Quería saber todo de aquellas personas. Tener una idea de ese mal que las destrozaba por dentro. Saber qué decirles para tenerlas al cien por ciento en sus manos. Algo capaz de clavarse en sus corazones, en sus deseos, en sus más hondos miedos y ayudarles con ello.
- ¡Ni modo! ¡Te voy a chingar! – y tiro un huevo, sobre el nombre del muchacho, mientras pronunciaba las siguientes palabras – Escuchen esta oración, pero no se vayan a grabar porque esta maldita, ¡yo me expongo por ustedes! ¡Para que siempre estén bien! – los niños miraban asombrados el huevo sobre el suelo y se sobaban el estómago – La oración está prohibida por el clero católico. ¡Tengan cuidado! – gritaba el hombre - ¡Por el poder de los cuatro vientos! ¡Por el poder de satanás! ¡Por el poder de Astaroth!¡Por el poder de Azrael! ¡Lucifer! ¡Lucifugo! ¡Os pido permiso! ¡Dejen venir a la santísima muerte! – el hombre de la voz metálica se persignaba y acariciaba con insistencia su figura de la Santa Muerte; figura manufacturada en cartonería y hecha por su sobrino en su estancia en el reclusorio por posesión de drogas.
-¡Podrás correr pero de ella jamás podrás esconderte! ¡Javier Gómez Villareal! ¡Javier Gómez Villareal! ¡Javier Gómez Villareal! ¡Javier Gómez Villareal! ¡Javier Gómez Villareal! ¡Despierte de ese sueño alcohólico en el que estás! ¡Ven! ¡Levántate como Lázaro! ¡Te lo ordeno! ¡Ven hijo de Dios! Santísima Niña, déjalo regresar de ese camino en el que ya está. Porque, gente hermosa, les voy a decir, el alcohol y las drogas son similares a un suicidio, ya no es vida. ¡Ven, Ven! ¡Vive de nuevo! ¡Levántate! – y tiro los polvos sobre la cera de vela negra y puso sus manos sobre el fetiche aquel y gritaba insistente - ¡Levántate, te lo ordeno!
Y comenzó la alquimia.
El hombre tomaba tragos enormes de una botella de agua aplastada, sus labios se transmutaban en un atomizador y bañaba el polvo de calavera y gritaba Muere; repetía el proceso, bañaba el polvo y gritaba Muere; Bañaba y muere.
Sucedió al fin. El pacto maligno se había realizado. El agua empezó a soltar vapor, la cera se derretía de nuevo y el nombre de Javier Gómez Villareal, cuyos ojos eran de un verde otoño o era así como los había descrito su madre, se prendió en llamas. Llamas de infierno. Llamas de un fuego maligno, procedentes de quién sabe que horrible refugio. El fuego era lo único capaz de acabar con el alcoholismo y drogadicción de ese joven padre de familia.
-¡A ti niña santa, te imploro que lo acompañes y lo guíes en cada paso que dé! ¡En cada momento y lugar! Hasta que honre a su madre, glorifiqué a su padre, ame a su esposa pero no con amor carnal y de una buena vida a su hijo. ¡Anda Santa Niña! Acompáñalo como un recordatorio constante de todo lo que puede perder, de la vida que se le está escapando, recuérdale que ahí estás tú para llevártelo…-
Las señoras tenían miedo y asombro y, aún así, estaban expectantes. Los hombres se quitaron los sombreros y las gorras. Los niños se abrazaron de las piernas de sus madres. ¿Qué acababan de ver? No lo sabían. Así debían sentirse los milagros.
El hombre, guía-maestro-brujo-profeta, tosía como si quisiera sacar de su interior un pulmón. Había respirado sin querer un poco del humo maligno que salió del nombre de ese drogadicto curado.
-¡Señora!- jalaba aire con dificultad - ¡Desde ahora su muchacho está curado! – jadeaba, el aire abandonaba su cuerpo – tráigame a Javier en 15 días para curar sus heridas; recuerde, no serán graves – cof cof cof, la tos le martillaba sus pulmones, ese era el precio de salvar las vidas de los condenados, de interceder ante dios nuestro señor, morirse un poquito con cada intervención.
-¡Gracias! ¡Mil gracias! – gritaba la señora después de haber tirado su mandado con todo el espectáculo - ¿cuánto? ¿Cuánto le debo por este don maravilloso? –
-Esto tiene el costo de 50 pesos por el material empleado y más lo que usted guste aportar, sólo lo equivalente al costo de su fe, recuerde que mi intervención no tiene precio en sí; ¿cuánto vale su fe? – miraba alrededor tratando de tragar saliva, observaba a todas las personas espantadas y sorprendidas – ustedes, ¿quieren esta protección contra el mal que sufren? –
La gente se amontonaba, se aglutinaba, parecía que estaban regalando algo, como si se hubiera volcado un camión de leche o de cervezas.
-El precio de su fe hermanos, nada más. Aquí en el sobre que les entrego vienen las instrucciones con explicación. Síganlo todo al pie de la letra, por favor, este polvo de calavera de iguana del Istmo de Tehuantepec es poderosísimo, téngalo en un lugar seco hasta que lo vayan a usar… Recuerden, con mucha fe a la Santa Niña Blanca, interceptora de todos –
Y se guardaba los billetes de 100, de 200 y hasta 500 pesos.
Y él hombre también tenía mucha fe, fe en que no importaba con que tanta o con que tan poca creencia los demás habían comprado sus polvos o cuánta tristeza tuvieran en su corazón, el agua y el polvo de sodio siempre prendían fuego.
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