Sentados junto a aquella mesa en donde desnudábamos los sentidos
nos preparábamos para beber leche tibia y espumosa,
cuando inundaba mi paladar me recordaba a mi tierna infancia
y a tus pechos que se preparaban para amamantar el milagro que aún no ocurría,
su color era como el de tus suaves muslos,
era sentir en la lengua un éxtasis de sabores que imaginaba en mi memoria,
el fogón sentía la pasión de tus gozosas caderas que se movían
mientras sumergías tus blancos dedos entre harina, huevo, azúcar y blanda mantequilla,
tu pecho se empapaba de pequeñas gotas que mojaban tu vestido vaporoso,
observaba mientras machacaba las crujientes almendras en un mortero,
comíamos carnosas fresas y bayas moradas regordetas,
explotaban bajo mis dulces mordidas que terminaban en tus clavículas
que disfrutaba tanto como los dulces higos que cortabas para poner en el pan,
mi olfato se inundaba de aromas a vainilla, avellanas, nueces y coco
que contenían las galletas de albaricoque que preparabas,
untabas los panes con jocoque y dulce mermelada,
mi tierno y dulce querubín, descuidadamente te observaba
para después saborear tus dedos bañados de dulce miel
que extraías del durazno que comías con sutil delicadeza
mientras me observabas con esos ojos tuyos de pupilas amorosas,
qué delicioso era saborear tus dedos empapados de blanco yogurt
almizclado con trozos de lavanda, comíamos tartas de manzanas,
hervías rojas frambuesas azucaradas, mandarinas y naranjas confitadas,
mi cuerpo ya hervía por desnudar los sentidos entre los misterios de la cocina,
misterios que me llevaban a la gloria en esta cocina para dos.
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