Estoy acostumbrado
a la espera,
a las largas horas
rodeado de desconocidos
enfermos
y sus familiares
preocupados,
con caras de miedo.
Al olor a hospital,
a los chismes
de tal o cual persona,
a esperar que
una desconocida diga
mi nombre
con su voz cansada.
Y pasa gente de blanco,
y los niños lloran;
afuera el sol quema,
lo veo en el hombre moreno
que se talla los brazos
y que no entró
por miedo a los hospitales.
Las paredes blancas
siempre parecen mal augurio,
este sitio
es como un manicomio.
Suben a un viejo a la báscula,
lo regañan,
Don Pedro, subió de peso,
se ha portado mal,
el hombre sonríe apenado,
está tembloroso,
quizá párkinson,
quizá miedo.
Hay rostros peores que el mío,
que estoy en la sala de espera,
¿a la espera de mi nombre?
No, sólo espero a que salga
a quien acompaño.
Hoy solo he sido un sin rostro,
un ocupa asientos
que finge ver algo,
pero se pierde en sus
pensamientos
sobre este lugar tan
particular, tan conocido.
Cuando era niño vivía
en uno de estos lugares,
vivía esperando un poco
de atención,
siempre callado,
porque no sabía hablar
o qué decir, o ambas.
Estas paredes las conozco
bien, son mis
hermanas mudas,
las hermanas que guardan
tantas desgracias,
rechinan de tristeza
en las noches cuando nadie
las escucha.
Ahora espero y pienso
en las ganas que tengo de ir
a dormir.
Han sido cuatro horas aquí,
una señora me dijo que lleva
diez horas,
que prefiere perder diez horas
de su tiempo
por ese medicamento
que está carísimo,
pero que aquí es gratis.
Recuerdo que no siempre fue gratis,
pero que fuimos afortunados
en aquellos días,
cuando esperábamos días
y días,
siempre cansados,
siempre preocupados
y tristes
y callados,
perdidos en el color blanco
de las paredes
y esperando aquella voz
de hartazgo que daría buenas
o malas noticias.
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