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Café a solas

Una taza de café por favor Murmuro al entrar a cualquier cafetería. Desde hace ya varios años, decidí convertirme en una mujer trotamundos de corazón ensanchado. Sin darme cuenta, la metrópolis ha materializado los pasillos de mi palacio mental. Las citas con la soledad se han vuelto habituales, cual brebaje embriagador que anestesia el trauma del bullicio del mundo occidental. Ha sido como sumergirme en un monólogo introspectivo del que desconozco la dirección y en ocasiones, también el destino.


Todo comienza con una corazonada que me alerta de la bruma de carcajadas y conversaciones vacías. Es entonces que siento vibrar mi pecho por la urgencia de escuchar el canto de mis latidos, mis manos se agitan y mis piernas mueven este cuerpo lleno de células vivientes. Las imagino danzando como cardumen, todas convergiendo hacía un encuentro, el mío.


Sin excepción, siempre cargo conmigo cinco objetos esenciales: un estilógrafo, un caramelo, mis audífonos, un libro y mi libreta. El caramelo para alegrarme el día con un dulzor del que se bien es artificial, dulce mentira que sirve de recordatorio de la profunda conexión entre lo temporal y lo placentero; La música a través de los audífonos me transportan en un plano virtual donde la cotidianidad de las personas se sincronizan con las melodías, pierden su autonomía frente a mis ojos para bailarme compás tras compás; Un libro, una puerta abierta a un diálogo silencioso con su autor y mi libreta, donde me vacío sin recibir retribución alguna. Son mis manos poseídas las que convierten el simbolismo en letras, preguntas, palabras o garabatos.


Durante la primavera, me he paseado por las veredas empedradas hasta alcanzar los gélidos bulevares en el invierno, dejando merodear el pensamiento arrastrando las huellas que se descaman de mi ser. Estos encuentros íntimos tienen su punto de culminación cuando el sortilegio me conduce a alguna cafetería.


Allí, en un gabinete apartado donde la luz tenue acaricia mis pensamientos, me sumerjo en una reflexión debatiendo escoger entre un té chai o un latte de taro, que maravillosa sería la vida si esas fueran las preocupaciones del día a día, con certeza resuelvo que mi boca deje caer las mismas palabras de cada viernes: "Una taza de café americano sin azúcar, por favor".


Una respiración profunda y mi mirada perdida convergen, mi corazón juega a texturizar entre lo rugoso y lo sedoso. La tenue voz que habita en mí se proclama para tomar el altavoz. Es abandonar lo burdo de la vida, el tedio de realizar las mismas tareas todos los días, lo indignante de usar el bozal de lo moralmente bien recibido. ¿Qué motiva a la revolución? ¿ Por qué le tenemos más miedo a intimar que a besarnos en un bar? ¿Por qué preferimos perder el tiempo en renombrar lo ya existente? ¿En donde se esconden las emociones que no tienen nombre?


Pienso que el mundo en el que nadamos es grotesco. Los niños juegan en pavimento manchado de sangre mientras que las ancianas tienen grietas como estragos de la humanidad. El mundo está agonizando en el narcisismo, volteamos a ver nuestro reflejo en los ojos de otros sin ver un solo segundo la expresión de los rostros.


El mundo está incendiándose en la incertidumbre del egoísmo, del mañana, del proverbio por el prójimo, me preocupan muchas cosas y a la vez nada. Soy una mujer ahogándose en una taza de café, una sonrisa se escapa.


Y regreso, a poner atención plena sobre el momento en donde las personalidades de todos los matices destacan, desde el joven presuntuoso tomando un café irlandés leyendo a Nietzsche hasta la barista de cabello rojo coqueteando con la suerte al encender la máquina de café para preparar un cold brew.


El día es próspero, como el olor a café tostado que emana de las aspas del molino. El tiempo se convierte en mi amante. Una o tres páginas de recuerdos hechos versos se quedan guardados en mi libreta. Los agobiantes días de suspiros acumulados se liberan en trazos que imitan lo que mis ojos contemplan.


Al llegar la noche, con su serenidad y gentileza, se maceran las emociones para, una vez más, regresar al silencio. Un silencio cálido que me abraza para susurrarme al oído: "Tu taza de café se ha acabado".

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