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Antes de que nos olviden, sueñen

Ojalá me dejaran de decir lo que tengo hacer. Son las 7:00 de la mañana y otra vez no he podido conciliar el sueño, seguramente tendré que escuchar de nuevo la cantaleta de mis padres sobre el daño que hace a mi salud el desvelarme y, de nuevo, no me ofrecerán ninguna solución. “¿De qué se puede estresar un estudiante de preparatoria?” Desde el 2007 no han parado de repetir esa frase, pero no los puedo culpar, al menos no del todo, después de haber reprobado 13 materias y estar con la presión de alcanzar a pasarlas con todas las opciones que implementó el CCH para sacar a los fósiles de la forma más rápida y eficiente ahora existen cursos sabatinos, el bien llamado último esfuerzo; además de los clásicos extraordinarios; es hora de intentar librarme de este peso.

En fin, no hay mejor motivador para querer salir de la prepa que el espantajo que mi padre implantó en mi mente cuando aún era un infante de 5 años: “yo ya tengo mi vida asegurada, tú no”. El dinero, el maldito dinero que necesito perseguir a través de una carrera universitaria porque, claro, pensar en una pensión ni en sueños. No hay día en que, por las mañanas cuando me levanto, no maldiga a toda una generación que no salió a protestar cuando del 95 al 97 se concretó la reforma al sistema de pensiones que terminaría por acrecentar mi temor al futuro.

Pero de qué se tiene que preocupar un niño y un adolescente, ¿verdad? Aprender a temerle al tiempo no era algo que estaba en mis planes de niñez y desde ahí comencé a desarrollar insomnio porque mi mente se potencia por el desasosiego de mi presente. Irónicamente el pasado es lo que me empuja a seguir; primero, en poder salir del CCH; segundo, en ser mejor persona. Ese pasado no es nadie más que mi abuela materna, y cuando utilizo esa palabra (pasado) no es en el sentido peyorativo con el que se suelen referir a las personas mayores, es por respeto a la resistencia de su existencia en un mundo que la ve como algo anticuado y sin utilidad. Quién más me hubiera enseñado a resistir las violencias de la vida que quien las vivió en carne propia, me ha defendido del machismo, el racismo y demás ismos que hay en esta sociedad en la que nos tocó vivir. Hora de levantarse, una vez más por mi abuela.

Así inicia mi epopeya al CCH, además de ser el último año, tengo, y tenemos, que protestar contra la dirección y no puedo abandonar a mis compañeros y compañeras en sus legítimas peticiones: de seguridad, de claridad financiera y de paz contra la represión que sufrimos por parte de grupos porriles contratados por las autoridades. Como estudiante del turno vespertino conozco de primera mano el peligro al que estamos expuestos todos los estudiantes, sobre todo desde que Felipe Calderón inició su cruzada contra el narcotráfico. Somos la juventud que se encuentra entre el cuerno de chivo del narco y las pistolas del ejército y la policía. Mis demás compañeros que también se tienen que trasladar desde lejanas partes del Estado de México hasta el CCH han decidido organizarse para llegar a salvo de un destino a otro. Al contrario de ellos no tengo a nadie cerca de mi zona y mi viaje comienza a pie del módulo 67 de Casitas de San Pablo hasta la base de combis de la ruta 68 que me llevará hasta el metro la Raza. La única arma de la que dispongo en mi viaje es la bendición de mi abuela.

Dos horas de traslado me esperan por delante, para alguien como yo que sufre insomnio es el momento adecuado para soñar. Pero antes se me viene a la mente algo que veía esta mañana en la televisión, que otros medios como periódicos y revistas también han repetido últimamente. No es otra cosa que la clásica nota de relleno que no se preocupa por presentar la humanidad de a quienes se refieren, sino que sólo tratan de hacer contenido atractivo, la nota que llamó mi atención decía que los mexicanos perdemos gran parte de nuestra vida en el transporte público, pensé –“no shit Sherlock”.

Para los habitantes del Estado de México es algo obvio. Mientras los grandes medios se aprovechan de la obviedad para sacar su nota, los que viajamos en ese transporte en el que llegamos a hacer dos horas o más de tiempo para llegar a nuestros destinos decidimos aprovecharlo para recuperar sueño, hacer la tarea, leer (que también dicen que los mexicanos casi no leemos), escuchar música, etc. Como bien dije anteriormente para mí es el momento para soñar, pero no en el sentido de quedarme dormido en todo el trayecto sino en pensar cómo materializar mis metas.

La metrópoli me ha arrebatado muchas cosas y mis sueños son el último bastión de defensa que tengo para reafirmar mi existencia, sin embargo, el precio de ejercer esa libertad es muy alto. De pronto recibo la llamada de mi mejor amiga, al responderle inmediatamente escucho –¿te falta mucho para llegar? Te estamos esperando en la explanada junto a la caseta de radio. Al colgar inmediatamente giro la cabeza para todos lados, no sé dónde estoy, una vez más me sumergí en mis sueños y perdí el sentido de ubicación.

De vuelta en la realidad, me encuentro caminando en la estación del metro, Autobuses del Norte, y al caminar observo un periódico que recuerda el poco avance en la investigación con respecto a la tragedia ocurrida en la guardería ABC, en Sonora. Ese tipo de noticias me recuerdan las heridas y cicatrices que nos rodean, la ciudad está herida, la sociedad sobrelleva un sinfín de violencias. Apresuro el paso, como si eso fuese a evitar una tragedia más.

Al ir caminando hacia la escuela me encuentro un gran número de porros con sus jerseys de la UNAM, los portan como un uniforme policial, orgullosos de sus símbolos se acercan a la gente para intimidarla y pedir dinero, sobre todo a estudiantes de nuevo ingreso. Me parece increíble la actitud de supremacía que desborda de sus muecas. De repente caigo en cuenta que en una acalorada discusión que surgió en clase mientras discutíamos un texto de José Vasconcelos ya me había enfrentado a la confrontación social de la extrañeza entre unas personas y otras, la cuestión de la Raza Cósmica me había llevado a preguntarme: ¿acaso los porros son reflejo de la raza cósmica a la que se refería Vasconcelos por llevar con orgullo el espíritu represor universitario?, ¿eso en dónde nos deja a quienes no nos identificamos con ese sentido de mezcla racial? En fin, se me acerca un porro a pedir dinero ¿qué sorpresa?, ¿verdad?

Tal vez fue el hartazgo, tal vez un deseo suicida, la verdad es que no pude evitarlo, terminé por empujar al porro y empezó una nueva odisea. Tremendo acto de estupidez generó que me empezasen a perseguir un gran grupo de porros, había pateado el avispero y de eso no hay escapatoria. La ironía es que se supone que llegaría al CCH para protestar contra este tipo de grupos y ahora mi protesta se había vuelto un ataque frontal de uno contra miles.

No obstante, tenía una buena razón: el enojo. Hace poco mi mejor amiga me había contado como otro grupo de compañeras la estaban intentando convencer para unirse a un grupo porril y para concretar tal unión era necesario un ritual de aceptación. La dirigieron hacia un espacio solitario en donde tendría que soportar una golpiza por una cierta cantidad de tiempo, hasta ahí todo parecía normal, al menos para los estándares violentos de la sociedad mexicana. Lo que no esperaba es que se encontrase con un grupo de hombres que ese día querían ir más allá, le pidieron que se desnudara.

Todo esto lo supe por accidente, no esperaba enterarme de eso. Un día, caminábamos nosotros dos solos, cuando otro amigo llegó por detrás de nosotros y nos dio una palmada muy fuerte a ambos en la espalda. Tuvimos la misma reacción: gritamos. Pero no un grito cualquiera, fue un grito honesto, que en su fuerza se alcanzaba a percibir un miedo espeluznante y único: el de aquellos que temen ser tocados por la fuerza. Ambos descubrimos nuestras cicatrices por esa broma de nuestro amigo.

Al estar de nuevo solos me preguntó –¿puedes sentir el miedo en el aire? Creo que últimamente hemos estado perdiendo demasiado, nos merecemos una victoria. Se me tensó el cuerpo, me sentía descubierto y acorralado. Por la confianza que nos teníamos procedimos a comparar nuestras cicatrices, pues en ellas se concentran las memorias de nuestros sentimientos y nos muestran quienes somos. Una vez que intercambiamos nuestras historias de abuso es que pude saber el cómo había sido abusada al interior de las instalaciones del CCH por un grupo de porros. Se me secó la garganta, mis ojos querían gritar y mi piel temblaba por el recuerdo de la ansiedad de incontables noches de insomnio en las que no pude conciliar el sueño consecuencia de ese trauma.

–¿No te parece extraño que tengamos que sufrir para tener empatía con el otro? Me dijo. Sus palabras tenían mucha verdad, pues si bien las noticias nos comunicaban las grandes tragedias de nuestra ciudad y país me puso a pensar la forma en que nos solidarizábamos con los demás. Ese fue el punto máximo para que decidiéramos organizarnos con otros compañeros y protestar por una mejor seguridad. Todo esto consecuencia de comparar cicatrices.

Qué más hubiéramos querido que todo esto hubiera sido un mal sueño del que no podíamos despertar. Súbitamente, como para intentar calmarnos nos prometimos que, sin importar nuestro destino en la vida, al menos, por el momento, nos encontrábamos bien y eventualmente escribiríamos sobre lo que significaba ser parte de una generación que sólo podía extrañar algo que nunca fue realmente suyo: la tranquilidad de existir.

Qué difícil es escribir cuando primero tienes que sobrevivir. Aunque eso no es pretexto para no hacerlo, sobre todo si queríamos reflejar la historia de nuestra sociedad contemporánea como la historia de nuestros sentimientos. Cómo olvidar lo que me dijo –Gracias por escuchar, gracias por el tiempo, gracias por tu mente, no quiero que alguien más sienta ese miedo y esa soledad sin que sepa que es posible seguir soñando.

Para alguien como yo, que carece de toda rudeza y aspereza, me sorprende que hubiese plantado cara a los porros y ahora no estoy seguro de que pueda llegar con bien a protestar junto a mis amigos. Me siento víctima de la desensibilización del dolor, del que sea costumbre rodearnos de tantas personas lastimadas, sobre todo las que son más cercanas.

Por cuánto tiempo más podré escapar de mis perseguidores, aunque me pregunto eso me doy el lujo de seguir soñando y recordando. Tal vez porque estoy en un destino similar al de mis antepasados. Alguna ocasión, platicando con mi madre, me empezó a contar que mi tatarabuelo materno había muerto de susto porque lo querían jalar de leva en tiempos de la revolución cuando iba camino a recoger sus tortillas. Intentó escapar de quienes se lo querían llevar, pero en su recorrido de vuelta se encontró a sus persecutores muertos y eso lo dejó en shock. Lo sorprendente es que, si bien no había sufrido ningún daño físico, comenzó a enfermar después de haber presenciado una escena tan sangrienta. Falleció muy rápido. En esos tiempos todo era a pie, en burrito o a caballo; nuestra familia siempre fue de burrito y de a pie; ser sensible es de familia, vaya herencia que me han dejado. En estos últimos momentos me queda un consuelo, soñar con la historia que mi mejor amiga escribirá de mí. He sido todo lo que he perdido y ella lo sabe bien, aunque ya no llegaré a protestar, ahora seré parte de la historia. Si la vida está condicionada a la perspectiva de los demás, ésta jamás debería ser considerada como una mera historia de números, deshumanizada, insensible. Prometo que te encontraré en nuestros sueños.



 

Sobre el autor

Es estudiante de Historia y Arte en el Instituto Cultural Helénico (ICH) y lo fue de la licenciatura en Filosofía en la Facultad de Estudios Superiores Acatlán (FES Acatlán). Sus intereses giran en torno a la filosofía alemana, especialmente al materialismo histórico, la música y la fotografía de conciertos. Afortunadamente tuvo una fallida incursión en la vida política de la Ciudad de México, ha participado en ferias de arte como Zona Maco y escrito sobre la interrelación de la política y la música.

Instagram: @Poladroiddd_






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