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Elvira Ávila

El futuro de los niños

Tengo frente a mí las imágenes de Lewis Line, aquel sociólogo que fotografió la explotación laboral infantil de los Estados Unidos a principios del siglo XX. Observo las miradas recias de infantes que han nacido viejos, llenos de polvo industrial. La manera en que sostienen sus pipas y cigarrillos me hacen volver la vista. Al hacerlo confirmo que eso que veo no es infancia, sea lo que sea la infancia, es adultez apresurada. «Estos son los hijos del progreso, herederos de las larvas y del hambre milenaria», susurro, a la vez que miro repetirse el pasado por los parques donde transito.

Si bien, los niños de los parques donde paseo mis huesos ni mastican tabaco, ni inhalan rapé, sí consumen otras sustancias: beben aceites, devoran azúcares, lamen paletas de sal, consumen las horas muertas. Todo mientras el espíritu de la época (el tan cacareado zeitgeist) voltea la cabeza e inaugura costras en sus rodillas que habrán de permanecer por el resto de sus memorias.

Son los niños quienes trabajan a fin de que los niños gasten. En un ciego vaivén de necesidades, estas infancias hipertrofiadas de estímulos digitales frotan e intercambian redondos trozos de metal y rectángulos plastificados de papel impreso. Sus débiles falanges aún desconocen la sentencia del poeta Jaime López, aquello que versa que el dinero echa a perder las manos. Unos piden, otros dan. Unos se ofrecen, otros adquieren. Quienes no compran esperan religiosamente el ansioso salivar de quienes no venden. Y, así, se repite la trama, hasta que llegue la muerte y cobre sus honorarios.

¿Bajo qué dogma financiero se esconden los directores de esta obra de mal gusto?, ¿quién, en un vil acto de prestidigitación perversa, arrebató el chupete al recién nacido y en su lugar pintó horizontes monetarios de endeudamiento vitalicio?  La búsqueda de los culpables nos retorna al origen del conflicto.

Mientras las élites corporativas preservan sus patrimonios, vía la educación mercantilista de sus vástagos, las élites de la precariedad invierten lo que no tienen en la emulación de éticas empresariales. La subsistencia disfrazada de emprendimiento arroja a las infancias a un bregar utilitario, el cual se autorregula a través del repudio a la vagancia y al descanso. ¡Qué cínico disparate! Arribar al mundo hartos de no tener, incluso cuando no existan posesiones de las cuales fastidiarse. Ignoro si la infancia, como proyecto civilizatorio moderno, surgió del fango o de la miel. Lo que no ignoro es que los niños se extinguen.

Abundan los micro adultos, diminutas bestias malparidas, aprendices del resentimiento y el acopio desmedido de bienes innecesarios. «A los hombres hay que tratarlos, con frecuencia, como a niños, y, a algunos, como a enfermos», dictamina Alíoscha, el menor de los tres hermanos Karamazov, en la novela de Dostoyevski.

La preservación de las sociedades extrae lo peor de las mismas. Numerosos pensadores rociaron ya los campos del debate sobre el devenir de las identidades, entre todas esas brisas fértiles mojo mis párpados debajo de la dupla Giménez-Echeverría. Ambos escritores perciben la identidad como un proceso inconcluso, en el cual los otros son castigo y venganza de un largo peregrinar que inicia en el nacimiento. Dicho de otro modo, la lucha por la distinción comienza con una palmada en el culo y acaba con una palada de tierra.

Luego entonces, si seremos lo que somos, sólo que con más tallas y con más achaques crónicos, ¿para qué seguir gastando suelas por el mundo? La repetida cantaleta infancia es destino, atribuida a intelectuales desconocidos y a poetas populares, deriva mis pensamientos al porvenir de lo lejano. La misantropía funcional se apodera de vez en cuando de mis paseos y en esos viajes me obligo a saber estar alejándome de todos. Dicha estrategia me permite atestiguarla ingratitud, la endemoniada prisa y el oportunismo adquisitivo. En plena contemplación sospechoso de los ciudadanos que presumen su solidaridad colectiva desde el individualismo práctico: cobrar, comprar, comer, cagar. «¿Pero no es cada rincón de nuestras ciudades un lugar del crimen?; ¿no es un criminal cada transeúnte?», responde, mientras pregunta en las sombras, Benjamin en su Pequeña historia de la fotografía.  

El progreso implica avanzar en sentido opuesto al bienestar y al silencio. Cada vez que asisto al maltrato público de un infante, acto común en sociedades enemistadas con el diálogo de las caricias, el fantasma de Papini circunda mis oídos: «el aumento continuo de la humanidad es contrario al bienestar de la humanidad misma». Hace aproximadamente cien años Papini expresaba ya sus preocupaciones por los altos niveles demográficos de la mancha urbana. ¿De qué tamaño sería su horror si caminara hoy por las calles de cualquier Pueblo Mágico o ciudad cosmopolita?

Alguna vez leí que el principio del malestar es el movimiento. Que un cuerpo en reposo o espera la muerte o espera la gloria. El carácter antagónico de tal aseveración sería la velocidad, la juventud, los deseos de empuje, en una palabra, la poderosa infancia. No se tome, lo aquí escrito, como un himno contra la ausencia de las virtudes ordinarias, más bien, es un asombro insistente de un espectador confundido.

Los infantes de ahora, adultos disminuidos, habrán de poblar de más impertinencias al mundo y a sus contornos. Víctimas de las novedosas circunstancias inversionistas terminarán ahogados en su sed de movimiento perpetuo. ¿Cómo sé todo esto? Detenga el trote del caballo e interprete los escenarios: la curiosidad ya no es especulativa, lúdica, es perversa, arribista y descarada. Desde la esquina de un ring imaginario, como el boxeador veterano del cuento de Jack London, les solicito que sí el futuro son los niños, por favor, exclúyanme de esa ambición.


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