Apreciar la sazón de las ciudades a profundidad, es insignia de los ciudadanos de a pie. Cúmulo de voluntades que transitan y se entremezclan en el vaivén de la circunstancia, de la obligación, de la necesidad, y la sorpresa cotidiana. Es por ello que la comida callejera cobra fuerza y renombre en urbanismos desorbitados como lo es la variopinta CDMX; donde el volver a casa -para saciar el hambre en horarios costumbristas- resulta una utopía por demás imposible. Acá se disfruta la dicha de clavar el diente por las esquinas.
Paladear la extensa gama de cocinas que ofrece el tentempié urbano, es adentrarse en un safari de experiencias vitales a la hora de dar consuelo al estómago. La gastronomía de banqueta es la conciencia de las ciudades. Porque en el puesto, el mercado, la glorieta, el tianguis, la fonda o el barrio, podemos conocer de la mano de quien comercia los alimentos: la esencia, el arraigo, y la vastedad cultural que nos abraza. Es pasarse el mensaje de plato en plato en el frenesí de la romería. Por definirlo a ras de acera: la vida queda suspendida cuando te despachan una orden de tacos con un chingo de salsa.
Me recargo en algunas experiencias a manera de instantáneas para salivar el momento.
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Recién estrenado en la urbe, tuve mi primer encuentro con la versión oficial que ofrece a granel la gran Tenochtitlán: la torta de tamal o “guajolota”. Estandarte que ondea en todo lo alto por cada rincón de la ciudad. Si bien, desde la infancia todo mexicano que se respete ha probado el manjar nacional en diferentes presentaciones, latitudes, y momentos. Por acá, la movida recae en poder embutir el tamal en un bolillo. Cuestión alucinante, pues parece que la vida y los dilemas capitalinos deben encapsularse en un pan rebanado por la mitad. Es como hacer las paces con tus descalabros y sueños para continuar en el trajín de los días de forma práctica, sin relieves. Con histrionismo demoledor, el despachador(a) ofrece las posibilidades del deleite al interior de su tamalera: “tengo de mole, de rajas, de dulce, de salsa verde, de salsa roja, de queso, fritos y suaves”.
Con mi extranjería en alto, prometí que jamás probaría ese híbrido citadino. Sin embargo, uno a uno, la cuadrilla en torno al puesto recibimos la ofrenda azteca con devota convicción. La jornada se tornaría pesada y había que estar preparados. Porque la torta de tamal es el combustible del chilango, metáfora de la masa social que inunda las calles en la vorágine cotidiana. “¿Suave o frito carnal?”. Bajo la tutela del instinto pedí un frito sin miramientos. Si de conocer se trata, el mejor remedio es rendirse ante lo desconocido. Entre la consistencia crujiente, la extravagancia del momento, la mezcla de grasa, el sabor, y la sensación de haberme llevado un tabique al estómago, aquella mañana a la altura del Hospital la Raza -en compañía de mis nuevos compinches del laburo- supe a conciencia que estaba saboreando el humor de la ciudad.
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Teniendo como horizonte la cuenca del río Tuxpan, se encuentra el restaurante La Fe donde se preparan de forma magistral uno de los platillos típicos de la Huasteca Veracruzana: los bocoles. En compañía de mi padre, de mi madre y mis carnales, visité el espacio por allá de los años ochenta. Aún recuerdo el aroma a café recién hecho, el calor tropical que impregnaba el ambiente, la música proveniente de una grabadora en el rincón, y la amabilidad de las señoras regordetas que, con comal a la vista, elaboraban gruesos y pequeños discos de masa entre los cinco y diez centímetros de circunferencia para freírlos posteriormente en manteca de cerdo –ingrediente clave para otorgarle el sabor típico de la región-.
Una vez servidos, se deben cortar por la mitad para dejar escapar el aroma humeante de su hechura. Acto seguido, se rellenan con lo que dicte el antojo: frijoles de la olla, queso fresco, chicharrón, pollo guisado, carne deshebrada, crema, nata, y si no mal recuerdo, hasta camarones te sugieren. A más de treinta años de distancia, puedo ver la sonrisa de felicidad en los rostros de mis padres y hermanos entre bocado y bocado. Mientras, quien escribe, se llevó a la boca el sabor de las mañanas del norte del estado; detalle que guardo en el álbum entrañable de la infancia perdida, y que sigue vigente como el sabor refrescante de un escuís de grosella para acompañar el cobijo familiar.
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El mexicano promedio, experto en el arrojo a la hora de brindarse con el otro y ponerse hasta el hocico de ebrio, rastrea y encuentra refugio en esos paraderos para recobrar la conciencia y el alma vagabunda: las taquerías de madrugada. Si bien, en todo el territorio nacional existen infinidad de espacios que brindan la experiencia en horario diurno, la madrugada contiene en sí misma esa vitalidad que seduce. De las diversas oportunidades que me regaló la noche Xalapeña, fue aparcar mi humanidad en la taquería Mi Ranchito. Lugar donde se ofertan las 24 horas, en cantidades vastas: los tacos de bistec, maciza, cueritos, suadero, pastor y los emblemáticos campechanos –revoltura de maciza, suadero, cueritos e ingredientes insospechados- que hacen de la bohemia un final de catálogo, aderezados con esa salsa verde que me hizo aullar en más de una ocasión, y otras tantas, implorar perdón en la taza del baño.
“¿Cuántos le sirvo güerever?” vociferan los taqueros para dar sosiego a los salvajes que coincidíamos en el sitio. “Deme dos de campecheshow con un chingo de salsa güera”. Entre sangritas, mirindas y pepsi, resbalan las órdenes a diestra y siniestra por el local. Todos los presentes entran en comunión monástica con el entorno y su borrachera. Porque en un país como el nuestro, golpeado y herido -desde tiempos inmemorables- por un puñado de siniestros buitres que van y vienen de generación en generación, el taco nos seduce con la falsa esperanza de tiempos mejores. En lo profundo de su ser, el mexicano sabe que la vida no vale nada sin taquear.
Es por ello que bajo los influjos de la noche y el alcohol he ganado peleas, amigos, mujeres, prestigio, enemistades y con suma justeza he perdido la conciencia, dinero, dignidad, amoríos y el rumbo de mi vida; pero sobre todo, he conocido y gozado la dicha de hincar el diente en compañía de mis camaradas, y parodiar la vida en la alharaca etílica producto de las pasiones noctámbulas que me habitan. Todo Xalapeño que se digne de ser un borracho consumado, ha llegado alguna vez trastabillando en sus tropelías a ese oasis taquero – en la Av. Américas esquina con Independencia- a través de la penumbra.
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Tener la fortuna de acercarse a los sabores de tu tierra natal entre los días convulsos y acelerados de la Ciudad de México, es privilegio de unos cuantos. Aquel sábado, armado con una botella de ron, un seis de bohemia, y mi novatez provinciana transitando el monstruo de ciudad, llegué a la cita, allá, por el rumbo del Coloso de Santa Úrsula. La mesa del comedor se encontraba vestida de colores: jitomates, cebolla morada, limones, aguacate, sal, pimienta, aceite de oliva, tostadas, chile habanero, pescado, y otros secretos propios de los anfitriones.
Bajo la pericia de mi entrañable pareja de amigos –oriundos del mismo terruño que habíamos dejado kilómetros atrás- tuve mi primera lección para adentrarme en la preparación del ceviche de pescado. Durante su elaboración, los tragos se platicaron con enjundia relatando los pormenores de la experiencia diaria. La música -en todo momento- acompañó el picado fino de los ingredientes. La confección tomó su debido tiempo, abriendo paso a más cubas, a más parla, a más rolas, y las probadas intermitentes se hicieron presentes para dar el toque preciso y poder gozar del resultado.
Porque el saberse lejos de casa reúne a los que traen nostalgia en el corazón. Porque es el momento ideal para sentarse a la mesa y reclamarle al mundo nuestro lugar: exponerle nuestras dudas, restregarle nuestros triunfos y derrotas, compartirle el dolor y la dicha que nos ha propinado, e interpretarnos desde varios flancos. Porque se requiere tomar nuevos bríos para decir que no nos vamos a rendir. “La línea es muy delgada, ¡aguas!” -decía mi carnalazo- en una ciudad que desea enamorarte y aniquilarte a cada instante. Fue la primera de muchas tardes acompañadas de la madrugada que mutaron con los años, en el ritual para perfeccionar el sabor del Golfo de México en el exilio y compartir de viva voz nuestras andanzas por la megalópolis. “Padre santo, tenemos que darle sentido a todo este desmadre. Si no, ¿para qué chingados estamos acá?” son palabras que continúan retumbando en mis adentros, gracias por eso, Agustín.
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La mezcla de ingredientes en la elaboración de alimentos es un acto de fe. Es entregarse en cuerpo y alma a la esencia de nuestro pueblo y nuestro pasado. Si de algo tengo plena certeza, son los momentos en que me he reconciliado con el mundo y los que quiero por medio de la comida, los tragos, y la sobremesa. En el contexto pandémico que atravesamos, donde la incertidumbre se inmiscuye en todos los escenarios posibles, y la muerte vaga con sigilo a través del aire, la gastronomía de los territorios juega un papel relevante para dar otra tonalidad a la confusión itinerante. Todos necesitamos una pizca de paz para continuar. Porque la única garantía que poseemos es: desaparecer cualquier día, cerrando el telón de nuestra historia. O como lo sentencia esta joya del gran Sergio Pitol “Uno, me aventuro, es los libros que ha leído, la pintura que ha visto, la música escuchada y olvidada, las calles recorridas. Uno es su niñez, su familia, unos cuantos amigos, alguno amores, bastantes fastidios. Uno es una suma mermada por infinitas restas” y yo añadiría: uno, también es la gastronomía que te llevas -durante tu estancia en la tierra- a la buchaca de los recuerdos.
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